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Carne de Presidio





Alberto Cabredo
Escritor y Abogado

La televisión mostraba a la reportera narrando el escape de unos cuarenta detenidos de la principal penitenciaría del país y como fondo de la nota periodística, se mostraba a un recluso gesticulando sin freno tras los barrotes de su celda. Si bien era imposible escuchar sus exigencias, resultaban dantescas las condiciones que mostraba.


Todo empezó con una simple conversación en el patio de la cárcel, así conocí a ese presidiario. Yo era un custodio encargado de vigilar a los reos mientras salían al patio a mitigar ese aislamiento que lacera y tuerce su condición humana. La verdad, a todo se acostumbra uno, a un salario de miseria, a un ambiente indeseable y a esta violencia que nos mantiene en permanente zozobra. Uno se insensibiliza en este trabajo, se vuelve hasta hostil, sospecha de todos y de todo. Sin embargo, aquél detenido que llevaba varios años esperando el juicio por homicidio agravado por el que se le encausó, se fue convirtiendo poco a poco en un reo de confianza. Limpiaba botas, planchaba camisas, hacía memoriales e informes, contestaba teléfonos, repartía instrucciones, con decirles que llegó hasta hacernos uno que otro mandado a la tienda de la esquina.


Siempre sospeché que tanto servilismo perseguía algo. No era común fregar hasta los baños, si en aquellos servicios inmundos no se podía ni entrar, además, aquel cuerpo tatuado no daba buena espina y, menos, aquella sonrisa enmarcada con cruces, números, lágrimas y cadenas lacradas en todo el rostro; sin embargo, aquel fenómeno de circo parecía tener hipnotizados a todos los custodios. Claro, era estupendo tener un empleado en quien recargar las tareas.


Aquella tarde realice un cateo a la sala de detenidos por homicidio. Fui verificando celda por celda hasta llegar a la del tatuado, quien yacía en su camastro mirando hacia la pared. Le llamé varias veces y no respondió. Así que entré en la ergástula a ver qué ocurría. Entonces, se volteó sorpresivamente y me miró con sorna. De inmediato, tomé el tolete con la intención de darle un par de golpes, cuando observé que uno de los rostros tatuados en su cuerpo me miraba amenazante. Atribuí el prodigio a mi sobresalto, pero no era imaginería mía. Todas las figuras empezaron a danzar o más bien, a flotar sobre su cuerpo. Empecé a sentirme extraño, ajeno a mí mismo. Un vértigo repentino nubló momentáneamente mi vista y, al volver en mí, estaba sobre el camastro de la celda y me veía cerrar el calabozo mientras me reía a carcajadas. No alcanzaba a entender lo que ocurría, hasta que me lancé contra el portón. Al asir las rejas, mis brazos se me mostraron llenos de tatuajes. Quedé paralizado, miré mi abdomen y también mostraba aquellas figuras que antes exhibía el reo al que yo llamaba “el fenómeno”. Me vi salir tranquilamente de la sala abriendo cuanta celda podía. Mis ojos me traspasan como disfrutando una venganza largamente esperada. Luego, cerré la puerta con candado y desaparecí.

He pedido auxilio hasta destrozarme la garganta. Nadie me ha hecho caso. Allá afuera los periodistas entrevistan a los guardias y, me entrevistan a mí – o al que era. Trato de llamar la atención por la ventana, pero nadie hace caso al “fenómeno” de la sala de homicidios que saca los brazos entre los barrotes mientras grita que ése que está allí no es él, que es el otro, que lo apresen que se escapa y, que le devuelvan ese cuerpo.


Panamá América
El Cuento D
Día D
12 de abril de 2009

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