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El espía que marchó al frío



Soy espía de un estrecho callejón y sus colores me llegan rebotados en las paredes de ladrillo rojo y negro. 


Debajo se puede oír cómo las olas abrazan las rocas o cómo se deslizan entre los bloques de hielo que se golpean sordos, solitarios. 



Hay 2537 ladrillos entre ventana y ventana y un dibujo de un dragón escupiendo llamas azules al que alguna vez le he pedido fuego y compartido algún cigarrillo. La mesa del despacho, está junto a la ventana, soportando los juegos negro-rojo, rojo-negro de los ladrillos de las ventanas y la luz del día, siempre gris, entra con tanta tacañería que siempre hay que dejar encendidos los fluorescentes.


Me salpica una ola y el viento, a base de golpes, me acaricia la cara y me lava el pelo con sus remolinos. 


En mitad del callejón hay una mancha de sangre que me recuerda al mapamundi y que ahí, caída, respirando la mugre, da color al gris asfalto.

Cada vez se escuchan más las voces de los niños jugando a saltar en la nieve y el frío, a buscar cubos de hielo para hacer enormes castillos de arena con diez torres regordetas y una puerta de pluma de gaviota.


La mancha de sangre nunca supe quién la dejó y para explicármela, invento historias de amores despechados heridos de muerte sobre ella, o asaltos violentos de navaja, o un pintor que amaba la soledad del callejón y la pintó allí mismo, en forma de gota de sangre dispersa.

A pesar del nevado gris encapotado, frio y helado, el sol me quemaba los ojos, así que recurrí a gafas oscuras y a la crema protectora para el resto del cuerpo. Luego me puse el traje de piel, sobre el bañador.


La sangre siempre me ha llamado la atención. No podía verla en mi cuerpo. Me desmayaba. Y sin embargo en los demás hasta incluso me agradaba porque recogía tonos de ojos tristes y miedos repugnantes cargados de escalofríos. Por eso me pasaba el tiempo libre agarrado a un vaso de whisky, mirando sin mirar, mirada ausente, muriendo por mirar el vómito de sangre pintado por un pintor sin nombre en el estrecho callejón, espiando... expiando.

La policía contó a la prensa que había saltado desde la ventana, que era curioso porque conmigo eran tres los suicidas, y, como yo, los otros dos habían caído con la cabeza exactamente en el mismo sitio: una mancha rojiza que algún malintencionado dibujó en el suelo, el centro de una diana perversa, el fin del camino para unos pobres alucinados y otras frases por el estilo que engordaron y magnificaron este arrebato.



Pero os juro que no fue así. Tan sólo me asomé a la ventana para ver más de cerca el glaciar del callejón y la gente que vivía allí y, por puro descuido, resbalé en el hielo y caí. No recuerdo más.


Ahora estoy aquí, en el glaciar, junto a otros dos amigos y saludamos al nuevo que, de vez en cuando, se asoma por la ventana con aires aburridos y nos mira sin mirarnos.

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