Claudio de Castro
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A menudo me he preguntado: pudiendo hacer tanto bien, ¿por qué no lo hacemos?
Pensé que debían existir personas diferentes, aquellas que transforman el mundo en un mejor lugar para vivir.
¿Quiénes eran? ¿Dónde encontrarlos?
De pronto, un día leí esta frase de una joven llamada Chiara Luce: “Para hacer ciudades nuevas y un mundo nuevo no bastan los técnicos, los científicos y los políticos, hacen falta sabios, se necesitan santos”.
Entonces comprendí. Nos faltan santos. Necesitamos santos. Aquellos que se atreven a vivir el ideal de la pureza, la bondad, la búsqueda de Dios. Que desgastan sus vidas por algo verdaderamente grande y valioso: Dios. ¿En qué momento lo olvidamos?
Dios no te pide que seas presidente o ministro o médico, o arquitecto… te pide que seas santo, que te hagas santo en el camino. ¿Ser santo? Vivimos en un mundo que nos absorbe, nos transforma. ¿Acaso se puede?
Al tiempo llegó a mis manos la biografía del siervo de Dios Igino Giordani (1894–1980). La verdad es que me sorprendí. ¿Político, diputado y santo? ¡¿Cómo era esto posible?! Fue padre de cuatro hijos, un hombre muy culto, periodista y político… un ejemplo a seguir. Leí con tanto gusto su biografía. Me dio la clave que buscaba. La respuesta era tan sencilla. Siempre estuvo frente a mí: “santificar el trabajo”, “hacernos santos mientras trabajamos”. Periodistas, políticos, taxistas, enfermeras, doctores, albañiles. Ahora he cambiado mi forma de ver al mundo. La verdad me he llenado de esperanza.
Imagina nuestro país con personas que buscan la santidad, en donde Dios sea el centro de nuestras vidas.
Sería estupendo. En estos días el papa Benedicto XVI habló de san Agustín, aquel santo que buscaba a Dios y Dios le salió al encuentro. Y reflexionó al respecto: “Hoy en día se tiene miedo de que la verdad nos encuentre, nos aferre y nos cambie la vida”. Y yo pensé: “Es verdad. Le tememos a la verdad”.
La Prensa
Opinión
19 de septiembre de 2010
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