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Réquiem para dos en viernes

 
 
 
Alberto Cabredo O.
Abogado y escritor
 
Lo vi llegar en la cabina de una camioneta, se veía malherido. Me acerqué de manera rutinaria a ver de qué se trataba. Iba hacia la Sala de Urgencias del Hospital a cumplir con mi turno y bueno, ya que estaba en medio del camino, di un vistazo. Dos orificios en el cuerpo, evidente pérdida de sangre y mucho letargo. Gritó pidiendo una camilla, los tatuajes que le marcan el cuerpo me advierten dos cosas: pertenece a alguna banda y sufrió las consecuencias o se trata del resultado de una acción delictiva.

Les cuento que Verónica me tiene fregado, no entiende que con estos turnos no puedo seguir su paso, lleva una vida social agitadísima y por más que insista, hay días en que estoy tan cansado que prefiero irme a dormir. Cómo me gustan sus ojazos chocolates, sus pecas, arru macos y recriminaciones infantiles, sus excusas increíbles, el tono inocente y superficial con que se refiere a todo, su poco importa y la innegable ligereza con que toma la vida. Tanta complacencia de sus padres ha terminado por hacerla creer que el mundo le debe algo sólo por existir, y su mamá es igualita. Su viejo es el que da sentido al esquema de vida que mantienen. Me divierte ver cómo las mira y trata de ocultar su desdeño, mientras intercambian sus querencias antes de la cena. Si supiera que ya sé cómo se entretiene a escondidillas, como escapa del círculo familiar. Un día se lo dejo caer como quien no quiere, como si se me escapara distraídamente el comentario, segurito y cambia ese aire distante y altanero con que me trata.

Vuelvo y grito pidiendo la camilla, ¡oigan, que se nos va a morir esperando en el carro carajo! Si me toca este caso, me voy a quedar clavado un buen rato aquí, no le veo orificio de salida a las balas y hay que contener la hemorragia corriendo.

Al fin llegan los camilleros y lo arrastran por el piso del vagón y lo tiran en la camilla como un saco de harina. Ya vendrán en cualquier momento los familiares gritando que casi era un santo, mejor entro al hospital antes de que empiece el circo.

Bueno, qué voy a hacer, increíble, me tocó el baleado, no es que le saque el cuerpo al trabajo, pero estas últimas semanas he visto más de once heridos de bala. No se me ha ido ninguno, será porque no llegan ni a veinte años, aunque el calibre de los proyectiles no los ayuda y llegan bien dañados. Verónica quiere ir al cine esta noche y después a comer Sushi, vamos a ver si me deja este tipo.

Ya oigo los gritos fuera del quirófano: ¡aaaaaay me lo balearon!, ¡aaaaaay se muere, se me mueeeeere!, ¡quiero veeeerlo! ¡déjenme entrar, que es mi hijo!, ¡no me empujes desgraciado!, ¡eso es mentiiiiraaaaaa, no es maleante!... Pancho es un buen muchacho, lo atrapó una balacera entre pandillas, ni sabemos quienes fueron… si él nunca sale de la casa comando. ¿Cuáles drogas comando?, ¡no invente!, que el lavaba carros. ¡Eso es mentiiiira!, el no conoce a ningún Cocobolo, ni a ese que le dicen Orejón, todo eso es canallada de los vecinos. No nos quieren en el barrio porque somos gente buena… ¿Que, qué?, ¡que yooo!, ¡mentiiiiiraaaaa!, ¡yo no vendo drogas comando!, ¡quiero ver a mi hijo comando, suéltenmeeee, suéltenmeeee, no me lleven carajo!

Al fin se la llevaron coño, y este malandrín no reacciona, se me quiere morir, pero no lo voy a dejar.

Y ahora suena el celular, enfermera, tomé el celular de mi bata y vea quién es. Dígale a Vero que no he olvidado la cita, que no se preocupe, que estaré puntual, ¡no, no, no!, dígale que yo la llamo y cierre por favor. Necesitamos más sangre, que este terco se quiere ir y a mí no se me ha muerto ninguno (Los ojos chocolates de Verónica grandes como luna llena y la boquita perfecta y jugos como naranja dulce) ¡concéntrate que se te va carajo!

Una y queda otra, estaba bien escondida la berraca, pero no lo dañó tanto. Fue una 9 milímetros, tuvo suerte con esta. La otra bala rebotó en algún hueso y anduvo paseando allí dentro, a ver dónde está. Esta operación, en un hospital privado, hubiese costado una fortuna y aquí me pagan una porquería y todavía me quieren poner a marcar reloj, primero les metemos una huelga, a quien se le ocurre (Verónica desnuda en el baño, su piel de porcelana se me brinda sin reparos, hay que darle un premio al que inventó la regadera). Otra vez el celular, apuesto a que es Vero: - No lo contesten que tengo que encontrar la otra bala.

Dice la enfermera que allá afuera han puesto un policía, ¡como si se pudiera escapar!, todavía falta que no llegue al cementerio. Miro el reloj, ¡que va!, no voy a terminar a tiempo, la Vero me va a matar. Pero es viernes, ella sabe que los viernes aumenta la marchantería - balazos, cuchillazos, botellazos, machetazos, atropellos, choques - toda la violencia que alimenta los titulares de los sábados llega a esta sala por oleadas, parecen botes averiados en tormenta, pero estos son de carne y hueso y, no siempre aguantan. Veeeela ve, allí estás, a ver cómo te saco sin hacer más daño. Bueno, terminamos, a lavar estas tripas y a coser: - No, no, no, ni me miren, me voy, no atiendo ni uno más (Vero comiendo, Vero riendo, Vero en mi cama).

Tres horas más o menos duró la operación, casi se va el jodido. Pero es por gusto, aquí caerá otra vez, y otra, y otra, hasta que reviente. Yo puedo salvar los cuerpos, pero quién restaura la integridad malograda. Esta ciudad ha tomado un carácter terrífico, un aire virulento está enredándolo todo y se ha apoderando de ella. Casi parece una epidemia contra la que no se puede nada. ¡Ojalá mañana no me toque un mutilado!, no resisto esos casos.

Mientras estaba distraído en sus cavilaciones y marcaba el celular de la Vero, pensó que debían iluminar mejor aquellos estacionamientos.

- Bueeeenas, ¿usted es el doctor que salvó a Pancho?

- ¿Y usted quién es?

- Un amigo de Pancho, ¿lo salvo o no lo salvo?

- Le recomiendo que hable en la Recepción de Urgencias.

- Sólo le hice una pregunta.

El tipo tenía mala pinta y el estacionamiento era un desierto, abrió el carro mientras contestaba que había que esperar, pero que todo parecía ir bien. Se sentó en el carro mientras contestaba la Vero. El sujeto sacó una pistola y le dijo: - A Pancho no lo salva nadie, ahorita se está muriendo de una asfixia, Orejón se está encargando de eso, y tú te vas a morir por andar metiéndote a redentor sin mi permiso.

El tiro resonó en el enorme estacionamiento y el galeno calló de lado empezando su viaje a la otra dimensión. Cocobolo vació su cartera, quería que pareciese un robo. Luego, caminó hacia la salida sin ninguna prisa, no era la primera vez que asesinaba a alguien y ya había escapado a la muerte varias veces.

En el piso del carro, la voz de Vero desde el celular preguntaba: ¿Qué pasa?, ¿Qué pasa?, ¿Qué pasa?…
 
 
Suplemento Día D
11 de julio de 2010

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