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Fueron 25 los escogidos. De entre los mejores bailarines del mundo se escogieron solo dicha cantidad.
Las audiciones habían sido emocionantes y trepidantes. De todos los rincones del mundo vinieron aspirantes al puesto de bailarín del cuerpo coreográfico del increíblemente popular Joe Simmon, el artista más grande del momento y el cual comenzaba a preparar su retorno a los escenarios después de más de 5 años de ausencia.
Joe era un consumado bailarín, y sus coreografías eran prácticamente libros de texto obligatorios en todas las academias de baile del orbe. El solo hecho de ser escogido entre miles de aspirantes era ya de por sí un boleto garantizado al estrellato para cualquier novel aspirante a bailarín profesional.
Jim -productor de la gira de Joe y genio creativo detrás de toda la parafernalia- estaba sentado, sosteniendo entre sus manos un puñado de páginas, las cuales había ya releído varias veces, como si el hecho de repasarlas fuese a cambiar su contenido.
Se trataba de un informe policíaco en el cual se daban los detalles del asesinato de uno de los 25 bailarines escogidos para la gira: Patrick Hernández.
El mismo había sido asesinado de una certera puñalada en el cuello, herida la cual le había causado una lenta y dolorosa muerte.
Todo sucedió a pocas cuadras del inmenso teatro donde tuvieron la última práctica de baile hacía tres noches, mientras Patrick se dirigía a tomar un bus que le llevara a casa.
A las 4:00 a. m., un marchante casual resbaló en el abominable charco de sangre que había dejado Patrick mientras se desangraba y había caído de bruces sobre su ya frío cadáver.
Corrió espantado hacia una gasolinera cercana para dar la alarma y desde allí llamaron a la policía.
Jim –a resultas del informe– ya estaba consciente de que hasta el momento no se había identificado al asesino de Patrick y aparentemente el móvil había sido el robo, ya que habían desaparecido varias prendas de oro que solía utilizar y su cartera.
El productor era una persona muy metódica y al momento de las audiciones había reducido el grupo de aspirantes a 50 personas y posteriormente las había ordenado de acuerdo con su criterio de selección: el primero de la lista era el más sobresaliente y de allí iba en descenso en su preferencia hasta el 50.
Estaba consciente de que el “show” debía continuar y de que las fechas de las giras ya estaban todas vendidas, por lo que había que dejar aparte todo sentimentalismo. Tomó su lista de los 50 y buscó el nombre y los datos del siguiente en la lista: el número 26; Kim Morrison. Tomó el celular y marcó su número.
La conversación fue breve: le anunció que se había presentado una vacante por la deserción forzada de uno de los escogidos –no mencionó por supuesto el real motivo, ya que diariamente ocurrían tantos asesinatos en la ciudad que uno más se diluiría entre la crónica roja infinita de los periódicos - y quería saber si estaba a la disposición para tomar la vacante.
La conversación duró solo 5 minutos antes de que se llegara a un acuerdo.
Jim engavetó el informe y se dirigió a dormir. Eran las 11:45 p. m. Mañana había mucho que hacer.
Kim colgó el teléfono con una sonrisa de satisfacción. Su gran oportunidad había llegado. De allí en adelante, les demostraría a sus padres y a todos los que se habían mofado -algunos incluso desde su más tierna adolescencia- de sus aspiraciones al estrellato que todos estaban equivocados y que su inevitable destino era la fama y la fortuna.
El irse de gira con Joe Simmon era apenas el primer e inevitable escalón en su ascenso.
Con expresión de júbilo se dirigió hacia su estrecho dormitorio –situado en un desvencijado y sencillo cuarto en uno de los vetustos edificios del sector más pobre de la ciudad– para dormir, ya que mañana comenzaba el primer día del resto de su -hasta ese momento- miserable vida.
No pudo evitar detenerse en el camino hacia su cita con Morfeo.
Se dirigió hacia un cuadro barato que colgaba en una de las paredes de la “sala” -para disimular un poco la miseria que imperaba por doquier– y procedió a descolgarlo. Detrás había una abertura en la pared dentro de la cual metió la mano.
Sacó un objeto que procedió a mirar con la veneración que se usaría para admirar objetos sagrados: era un brillante y reluciente puñal envuelto en una pequeña toalla.
25 de julio de 2010Las audiciones habían sido emocionantes y trepidantes. De todos los rincones del mundo vinieron aspirantes al puesto de bailarín del cuerpo coreográfico del increíblemente popular Joe Simmon, el artista más grande del momento y el cual comenzaba a preparar su retorno a los escenarios después de más de 5 años de ausencia.
Joe era un consumado bailarín, y sus coreografías eran prácticamente libros de texto obligatorios en todas las academias de baile del orbe. El solo hecho de ser escogido entre miles de aspirantes era ya de por sí un boleto garantizado al estrellato para cualquier novel aspirante a bailarín profesional.
Jim -productor de la gira de Joe y genio creativo detrás de toda la parafernalia- estaba sentado, sosteniendo entre sus manos un puñado de páginas, las cuales había ya releído varias veces, como si el hecho de repasarlas fuese a cambiar su contenido.
Se trataba de un informe policíaco en el cual se daban los detalles del asesinato de uno de los 25 bailarines escogidos para la gira: Patrick Hernández.
El mismo había sido asesinado de una certera puñalada en el cuello, herida la cual le había causado una lenta y dolorosa muerte.
Todo sucedió a pocas cuadras del inmenso teatro donde tuvieron la última práctica de baile hacía tres noches, mientras Patrick se dirigía a tomar un bus que le llevara a casa.
A las 4:00 a. m., un marchante casual resbaló en el abominable charco de sangre que había dejado Patrick mientras se desangraba y había caído de bruces sobre su ya frío cadáver.
Corrió espantado hacia una gasolinera cercana para dar la alarma y desde allí llamaron a la policía.
Jim –a resultas del informe– ya estaba consciente de que hasta el momento no se había identificado al asesino de Patrick y aparentemente el móvil había sido el robo, ya que habían desaparecido varias prendas de oro que solía utilizar y su cartera.
El productor era una persona muy metódica y al momento de las audiciones había reducido el grupo de aspirantes a 50 personas y posteriormente las había ordenado de acuerdo con su criterio de selección: el primero de la lista era el más sobresaliente y de allí iba en descenso en su preferencia hasta el 50.
Estaba consciente de que el “show” debía continuar y de que las fechas de las giras ya estaban todas vendidas, por lo que había que dejar aparte todo sentimentalismo. Tomó su lista de los 50 y buscó el nombre y los datos del siguiente en la lista: el número 26; Kim Morrison. Tomó el celular y marcó su número.
La conversación fue breve: le anunció que se había presentado una vacante por la deserción forzada de uno de los escogidos –no mencionó por supuesto el real motivo, ya que diariamente ocurrían tantos asesinatos en la ciudad que uno más se diluiría entre la crónica roja infinita de los periódicos - y quería saber si estaba a la disposición para tomar la vacante.
La conversación duró solo 5 minutos antes de que se llegara a un acuerdo.
Jim engavetó el informe y se dirigió a dormir. Eran las 11:45 p. m. Mañana había mucho que hacer.
Kim colgó el teléfono con una sonrisa de satisfacción. Su gran oportunidad había llegado. De allí en adelante, les demostraría a sus padres y a todos los que se habían mofado -algunos incluso desde su más tierna adolescencia- de sus aspiraciones al estrellato que todos estaban equivocados y que su inevitable destino era la fama y la fortuna.
El irse de gira con Joe Simmon era apenas el primer e inevitable escalón en su ascenso.
Con expresión de júbilo se dirigió hacia su estrecho dormitorio –situado en un desvencijado y sencillo cuarto en uno de los vetustos edificios del sector más pobre de la ciudad– para dormir, ya que mañana comenzaba el primer día del resto de su -hasta ese momento- miserable vida.
No pudo evitar detenerse en el camino hacia su cita con Morfeo.
Se dirigió hacia un cuadro barato que colgaba en una de las paredes de la “sala” -para disimular un poco la miseria que imperaba por doquier– y procedió a descolgarlo. Detrás había una abertura en la pared dentro de la cual metió la mano.
Sacó un objeto que procedió a mirar con la veneración que se usaría para admirar objetos sagrados: era un brillante y reluciente puñal envuelto en una pequeña toalla.
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