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La Otra



Madelag
Escritora
Indudablemente, era un caso desconcertante el de Martín. Nadie podía explicarse por qué un muchacho de carácter más bien apacible y tranquilo, había cometido semejante atrocidad. Pero lo había hecho.

Yo estaba en el sanatorio, a su lado, cuando se presentó la enfermera solicitando mi firma, para un permiso de ingreso. Tomé la pluma con mi mano izquierda, como siempre lo había hecho. Violentamente Martín me la arrebató mientras decía: _ ¡No, no lo haga! ¡Ella es mala y lo va a traicionar!

_ ¿Tú crees, Martín? _ dije_ aprovechando la oportunidad que se presentaba, para desentrañar el misterio que tanto nos intrigaba.

Martín continuó hablando… y esto fue lo que contó: “Él era un niño cuando murió su madre, y entró en escena la institutriz, Miss Powers. Los defectos, todos los defectos, tenían que desaparecer_ decía ella._ Ser zurdo era uno de esos.

Estaba escrito en las escrituras. ¡Esa fue la mano conque Judas señaló a Cristo! ¡No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace tu derecha!, repetía incesantemente ,la institutriz.

Una tarde en el colegio surgió una violenta disputa. Martín arremetió contra su atacante, propinándole un fuerte golpe con la izquierda. De la herida, manaba profusamente la sangre. Martín recordaba con mucha lucidez ese suceso, porque fue esa noche cuando se libró la primera batalla entre su mano derecha y La Otra.

Él estaba acostado, sumido en dolorosas meditaciones. De pronto, sintió que una caricia suave y sutil recorría todo su cuerpo. _ Duerme tranquilo. Duerme. Yo soy tuya solo tuya_ le susurraba La Otra.

Así fue hundiéndose, sin angustia, en un mundo de deliciosas sensaciones. Sin embargo, se incorporó sobresaltado, porque su mano derecha apartaba, con rudeza, a La Otra de su cuerpo. Él aseguraba que la oyó gritar: ¡Impúdica!, ¡Descarada!, ¡Traidora! Pero La Otra era mala.


-De eso no tenía la menor duda. Todos, en la empresa en la cual laboraba, decían que él era un buen empleado, honrado y servicial. Era popular, solo que las muchachas comentaban, que era peligroso sentarse al lado de Martín, porque cuando había tomado unos tragos, se desdoblaba la personalidad de su mano izquierda; y ésta era bullanguera, atrevida, y pellizcaba.

Su distracción predilecta era ir al hipódromo con sus amigos. Pero cuando lo ascendieron a Cajero, se abstuvo de participar en esas reuniones que tan grata camaradería le proporcionaban. Nunca había tomado dinero prestado de la caja menuda de la oficina; aunque en varias ocasiones se responsabilizó por fuertes sumas. Sus jefes confiaban plenamente en él.

Un domingo, cuando estaba en la Agencia de Apuestas viendo las carreras, como distracción, La Otra se introdujo en el bolsillo de su pantalón; y luego agitó ante sus ojos un fajo de billetes que había ella sustraído, según dijo Martín, de la caja del comercio; sin que él se enterara. Martín jugó esa vez y juró que no volvería a jugar. Pero volvió a hacerlo.

Luego, en las noches, cuando las pesadillas adquirían toda su violencia, La Otra surgía nuevamente de entre las sábanas y lo acariciaba con voluptuosidad de mujer insatisfecha.

“Comprendí que estaba perdido. Además, ya eran varios los desfalcos y sabía que pronto habría una auditoría. Por eso, empecé a beber más y más”_ dijo Martín, continuando sin interrupciones su relato.

_“Esa noche estábamos los tres solos: la derecha, La Otra y yo. Comencé a actuar como si estuviera muy alegre. Bebía y cantaba a la vez, dejando que el licor corriera sobre La Otra. No sentía casi el cansancio, porque ya había concebido un plan. Solo me faltaba entablar comunicación con la derecha; y para lograrlo me reí a carcajadas, comentando mi infancia y mis temores.

Pobre Miss Powers dije con malicia – siempre recitando aquello de: “No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace tu derecha!”, –dijo Martín. “Y no añadí más, porque ésta me dio un leve empujón para indicarme que había comprendido.

Juzgué que el momento era oportuno. Pretexté tener mucha hambre y me dirigí hacia la cocina.

Saqué el pan, el costillar de carne asada y el hacha de cocina para partirlo. Los coloqué sobre la mesa. La Otra, como siempre, golosa y atrevida se abalanzó sobre el pan. Yo creo que estaba borracha, muy borracha, porque no sintió ningún dolor cuando mi cómplice, dándole un hachazo certero, la cortó, separándola pare siempre de mí”.


Día D
El Cuento D
Domingo, 2 de mayo de 2010


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