Leocadio Padilla
PA-DIGITAL
Estoy sentada en la oscuridad con la compañía del miedo, de un temor que impide levantarme para salir corriendo, pero algo insociable aquieta el movimiento de mis manos, algo hosco aplaca mis piernas. Escucho el chillido de unos frenos y unos ligeros pasos que se acercan…
Hace días deserté de un grupo de asaltantes que todavía realiza visitas planeadas a las casas cuyos residentes se encuentran ausentes, pero están vigilados por los fieles amigos. Los habitantes de las barriadas comentan con mucho temor sus andanzas. Tienen como cómplices a los diarios que le han dado una popularidad inmerecida.
Empezaron a envenenar a los pobres perros para entrar por el patio, y así realizar nuestras fechorías. Qué culpa tenían los animales, no les costaba mantenerlos vivos. Podían haber encontrado una manera de robar sin matarlos. Ninguno escuchó mi queja.
Empecé a seguirlos. Todos los movimientos del grupo eran estudiados minuciosamente. Aprendí su hora de llegada y salida de las casas que eran visitadas. Cuando el grupo terminaba su faena de saquear yo entraba a recoger lo poco de valor que encontraba.
Una noche, cuando terminé de recoger mi parte, encontré a la salida un carro estacionado. No me había percatado de que tenía horas de estar frente a mi improvisado domicilio. Nerviosa deposité las bolsas negras en el basurero.
El enfrentamiento con los extraños visitantes era inevitable. Caminé hasta el carro para preguntarle acerca de la presencia de los dos. El chofer me midió con la mirada. Me contestó que eran policías. Mi duda se resolvió con la presentación de sus credenciales. Traté de disimular mi nerviosismo, era inevitable el enfrentamiento, tampoco podía correr.
Traté de controlar mi sorpresa cuando uno de ellos me pidió un vaso de agua. Aceptó mi invitación con una expresión de burla en los labios. No recuerdo cuando empezamos a caminar.
Cuando entramos a la casa, uno preguntó por los perros. Duermen profundamente, les dije. Pero miraron de soslayo hacia el patio donde permanecían acostados con sus patas bien estiradas.
Los invité al comedor y buscaron a su gusto los asientos. Miraban fríamente todos mis movimientos bañados de humedad.
-¡Basta de dramas!-uno se levantó y gritó. Me agarró. -Guarda silencio-, dijo. Me había apuntado con una escuadra niquelada.
-¡Me di cuenta de tus equivocaciones cuando abrías las puertas para buscar los vasos en el aparador, me susurró en el oído. Escuché del otro cuarto, la risa burlona que buscaba algo.
¿Qué has hecho? ¡No puedo dejarte sola!, le dijo. Siempre tienes que emerger esa sensación oculta que cargas como una enfermedad, dijo.
Cada uno de mis opresores me depositó un beso, en la frente. Ella, con su aroma de mujer volvió a impregnarme un beso en mis labios. No me sentí escandalizada. Me agradó el pequeño momento que viví. Buena suerte, me dijo, después de llamar a la policía.
Detrás de los ligeros pasos se escuchó el derrape de los neumáticos y las sirenas que se apagaban. Como en las series de policías que se transmiten por la televisión, la puerta se abrió bruscamente. Al entrar, la policía se sorprendió por la situación extraña y jocosa en que me encontraron. Estaba desnuda.
Panamá América
Suplemento Día D
19 de Septiembre de 2010
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