Lucía Kusial Singh
PA-DIGITAL
Tengo quince años y ahora mismo vivo (más bien pernocto) en un centro de corrección para menores. Siempre digo que quiero cambiar, pero también digo que nadie me va a agarrar de pendejo, yo soy yo, en la calle hay que jugar vivo. Estoy aquí porque me pillaron en una redada de la que no pude salir corriendo; nos sorprendieron ahí a boca de jarro. Estábamos en medio de, digamos, una “reunión”; el humo nos envolvía, con cada bocanada viajábamos hacia un mundo irreal, allí arrinconados en el piso frío de ladrillos ante la ausencia de muebles. Habíamos sacado sin paños tibios a los ocupantes de este cuarto para cogerlo de guarida para nuestras “reuniones”. Cada uno con la suya, pela’s como nosotros, pero más experimentadas, hechas mujeres a empujones, azuzadas por sus padrastros, acorraladas por los del barrio, no tenían salida… cercadas como en una encerrona.
Contaban que se sentían como carnada en pozo de tiburones y por ello les daba igual uno que otro… cualquiera. Nos las sorteábamos tirando al aire una moneda: cara o sello. Algunas tenían tatuado en la espalda, ahí donde termina la columna, el nombre de su hombre, ese que ellas creían iba a ser suyo para toda la vida. Ahí en esas reuniones diarias, todas las noches, había de todo, pasaba de todo.
Revisaron mi prontuario, descubrieron que robaba, vendía polvo; se dieron cuenta de que formaba parte de la misma banda que desde hace tiempo la Policía quería desarticular. Éramos el azote del área. La verdad, siento un orgullo que no puedo explicar cuando veo las miradas de miedo que provoco al pasearme por las calles portando, como una ametralladora, mi actitud desafiante llena de poder, ese superego, como una máscara, que me ayuda a esconder mis inseguridades, ese sentimiento que tengo allá bien metido en el fondo de mi alma, pero que no me sirve para sobrevivir en este barrio en el que me tocó nacer. Ese talante de supermacho que adopto a veces, me cuesta cargarlo, como esos pesos que te aniquilan robándote hasta el último aliento.
Si alguien me diera la mano, me enseñara, de corazón, que el mundo es diferente, otro gallo cantaría. Guerra en la calle, camorra en la casa. Ahí todos gritan a la vez. Violencia en la calle, violencia en la casa. Mi papá todo el día golpeando a mi madre, cuando llega borracho, quién lo aguanta, le barre la comida de la mesa a mi madre, la hace recogerla… Ningún vecino se mete, cierran sus puertas, bajan las cortinas. Ellos tienen sus propios monstruos, –ese que con su propia llave abre y cierra la puerta– dentro de sus propios cuartos.
Yo salgo a la calle con la rabia por dentro, disparándole al que sea. Es una furia en lo profundo, bien hondo, como si estuviera acunándose un huracán en mis entrañas. Las calles de mi barrio no son iguales a las calles de otros barrios: son violentas, son esquivas, son abrumadoras, son desconfiadas, son pobres, son caóticas, son infelices, son conflictivas, olvidadas, precarias; pero también son claras, directas, rebeldes, luchadoras, dignas. Sabemos amar, sabes, sabemos soñar, tenemos aspiraciones. Tenemos miedo, saben…, miedo al mañana, a que el mañana no llegue. Somos como soldados en guerra, combatimos de sol a sol, contra los de adentro, contra nosotros mismos y también contra los de afuera.
En el barrio me llaman el problemático porque resuelvo todos los problemas a golpes, no me detengo a pensar antes de actuar. Hasta cuando no puedo concentrarme haciendo la tarea golpeo la pared para no golpear a mi padre que está golpeando a mi madre. Me gustaría que en vez de que me llamaran el problemático me llamaran el matemático, mato por los cálculos de Baldor, pero no puedo detenerme en sumas estériles, tengo que sumarme a las filas de la banda que me “protege”. Transito por calles donde el cuerpo habla, un solo gesto puede significar la vida o la muerte, una sutil elevación del rostro puede ser una seña fatal, una mirada retadora puede desencadenar un duelo sin cuartel. Tengo que fijarme bien al lado de quién camino, puede convertirse en mi salvación o puede transformarse en mi condena. Debo dialogar con las balas para que se hagan las ciegas cuando se topan conmigo.
Hoy me enfrenté con la vida real, me sentía como en un tinglado librando la pelea de mi vida para la cual no había entrenado lo suficiente. Estoy aquí en el reformatorio jugando a ser responsable, dizque aprendiendo a trabajar, ellos creen que me lo estoy creyendo, la verdad no tengo más remedio que hacerles el juego. La cerca es bien alta, ojos vigilándonos por todos lados. La hierba está bien tupida, este güiro parece un avioncito, me hace recordar los que compraba mi papá en Navidades.
Él ahora es un mantenido, vive con una mujer que le da hasta para los cigarrillos, se la pasa acostado todo el día, vacilando por la ventana a las pelas del patio, mientras ella, su mujer, trabaja turnos… es azafata, saben. Mi mamá cree que todavía estoy chiquito, nunca me dice que no a nada, creo que le da lástima con nosotros –somos dos varones– porque crecimos sin papá. Ella misma es bien sumisa, lo único que hace es llorar cuando mi hermano le grita sin ningún respeto, cuando ella lo regaña por traer cosas a casa que no se sabe de dónde salen. Lo mataron, saben. Aquí estoy furioso, ansioso por salir para vengar la muerte de mi hermano, lo mataron en el barrio, un ajuste de cuentas. Pertenecía a una banda que mataba por encargo, el último que asesinó era hijo de un político que andaba en malos pasos.
Aquí en esta correccional estoy como en un limbo, esperando juicio por posesión de drogas. Me sorprendieron con un paquete que debía entregar, encargo por el que me pagarían muy bien. Robo a mano armada: acompañé a unos del barrio a asaltar un carro de reparto de cerveza. Términos bien pendejos: posesión de drogas, robo a mano armada, yo lo que estaba era vendiendo pa’ sobrevivir, pa’ comer, quién va a hacer un asalto desarmado ¿y si me queman?, muerto quedo. “Pa’ que llore mi mamá, mejor que llore la de él”.
Mi mamá purgó tres años de cárcel por mi hermano. Se inculpó. ¿Que por qué lo hizo? Prefirió sufrir lo que sufriría él, algo así como expiar sus culpas: la culpa de no haber sabido criarnos. ¿Pero saben qué? Ella también es víctima.
Por las noches, después de contarnos como a pollos, apagan las luces de esta cárcel, escucho el ruido de trancas, los pasos delatores del custodio sobre la baldosa resbalosa, quien en la penumbra parece una silampa, merodeando, esculcando en el silencio. Aprieto mi cruz, esa que llevo apretada a mi pecho, colgando del collar de oro que me regaló mi abuela, la mamá de mamá. Ella me mangongueaba, jamás notó que crecí, siempre me defendió de los demás (aunque yo tuviera la culpa), no me daba responsabilidades, me dejaba en la calle hasta la hora que yo quisiera, dizque para que me hiciera hombrecito. Cuando estábamos chicos, mi mamá salía a trabajar hasta los domingos y mi abuela nos llevaba a la iglesia donde había gran cantidad de gente; todos levantaban las manos, bailándolas, con los ojos cerrados. Adelante en el púlpito, un hombre vestido como nosotros predicaba alto, caminaba de un lado para otro gritando: ¡hermanos…!
En la penumbra de esta celda diminuta, miro la espalda descubierta de mi compañero de al lado. La tiene toda tatuada: Yo soy el rey, un corazón, una cruz, unas lágrimas, un guerrero, una espada, una virgen, un nombre de mujer: Cristina, un puñal, un rosario, un número, una carabela, un puño cerrado, el nombre de su madre (lo supe al amanecer, él me lo dijo) parecía un grafiti, de esos que pintarrajean por paredes abandonadas como las de mi barrio. Parecía un mapa de su vida, un recorrido, una súplica, una protesta.
¿Que qué quiero? Que alguien me enseñe a pensar antes de actuar, que alguien me muestre que el mundo es diferente, que alguien me diga cómo hago para ponerme en el lugar de las personas que hiero, que alguien me ayude a encontrar a quién quiero realmente, a quién valoro. Que alguien me guíe por el camino para aprender a controlarme, pero también quiero de los otros que me tomen en cuenta, que crean en mí, que no me rechacen, que no me excluyan. ¿Quién lo dice? Lo digo yo, El matemático.
Contaban que se sentían como carnada en pozo de tiburones y por ello les daba igual uno que otro… cualquiera. Nos las sorteábamos tirando al aire una moneda: cara o sello. Algunas tenían tatuado en la espalda, ahí donde termina la columna, el nombre de su hombre, ese que ellas creían iba a ser suyo para toda la vida. Ahí en esas reuniones diarias, todas las noches, había de todo, pasaba de todo.
Revisaron mi prontuario, descubrieron que robaba, vendía polvo; se dieron cuenta de que formaba parte de la misma banda que desde hace tiempo la Policía quería desarticular. Éramos el azote del área. La verdad, siento un orgullo que no puedo explicar cuando veo las miradas de miedo que provoco al pasearme por las calles portando, como una ametralladora, mi actitud desafiante llena de poder, ese superego, como una máscara, que me ayuda a esconder mis inseguridades, ese sentimiento que tengo allá bien metido en el fondo de mi alma, pero que no me sirve para sobrevivir en este barrio en el que me tocó nacer. Ese talante de supermacho que adopto a veces, me cuesta cargarlo, como esos pesos que te aniquilan robándote hasta el último aliento.
Si alguien me diera la mano, me enseñara, de corazón, que el mundo es diferente, otro gallo cantaría. Guerra en la calle, camorra en la casa. Ahí todos gritan a la vez. Violencia en la calle, violencia en la casa. Mi papá todo el día golpeando a mi madre, cuando llega borracho, quién lo aguanta, le barre la comida de la mesa a mi madre, la hace recogerla… Ningún vecino se mete, cierran sus puertas, bajan las cortinas. Ellos tienen sus propios monstruos, –ese que con su propia llave abre y cierra la puerta– dentro de sus propios cuartos.
Yo salgo a la calle con la rabia por dentro, disparándole al que sea. Es una furia en lo profundo, bien hondo, como si estuviera acunándose un huracán en mis entrañas. Las calles de mi barrio no son iguales a las calles de otros barrios: son violentas, son esquivas, son abrumadoras, son desconfiadas, son pobres, son caóticas, son infelices, son conflictivas, olvidadas, precarias; pero también son claras, directas, rebeldes, luchadoras, dignas. Sabemos amar, sabes, sabemos soñar, tenemos aspiraciones. Tenemos miedo, saben…, miedo al mañana, a que el mañana no llegue. Somos como soldados en guerra, combatimos de sol a sol, contra los de adentro, contra nosotros mismos y también contra los de afuera.
En el barrio me llaman el problemático porque resuelvo todos los problemas a golpes, no me detengo a pensar antes de actuar. Hasta cuando no puedo concentrarme haciendo la tarea golpeo la pared para no golpear a mi padre que está golpeando a mi madre. Me gustaría que en vez de que me llamaran el problemático me llamaran el matemático, mato por los cálculos de Baldor, pero no puedo detenerme en sumas estériles, tengo que sumarme a las filas de la banda que me “protege”. Transito por calles donde el cuerpo habla, un solo gesto puede significar la vida o la muerte, una sutil elevación del rostro puede ser una seña fatal, una mirada retadora puede desencadenar un duelo sin cuartel. Tengo que fijarme bien al lado de quién camino, puede convertirse en mi salvación o puede transformarse en mi condena. Debo dialogar con las balas para que se hagan las ciegas cuando se topan conmigo.
Hoy me enfrenté con la vida real, me sentía como en un tinglado librando la pelea de mi vida para la cual no había entrenado lo suficiente. Estoy aquí en el reformatorio jugando a ser responsable, dizque aprendiendo a trabajar, ellos creen que me lo estoy creyendo, la verdad no tengo más remedio que hacerles el juego. La cerca es bien alta, ojos vigilándonos por todos lados. La hierba está bien tupida, este güiro parece un avioncito, me hace recordar los que compraba mi papá en Navidades.
Él ahora es un mantenido, vive con una mujer que le da hasta para los cigarrillos, se la pasa acostado todo el día, vacilando por la ventana a las pelas del patio, mientras ella, su mujer, trabaja turnos… es azafata, saben. Mi mamá cree que todavía estoy chiquito, nunca me dice que no a nada, creo que le da lástima con nosotros –somos dos varones– porque crecimos sin papá. Ella misma es bien sumisa, lo único que hace es llorar cuando mi hermano le grita sin ningún respeto, cuando ella lo regaña por traer cosas a casa que no se sabe de dónde salen. Lo mataron, saben. Aquí estoy furioso, ansioso por salir para vengar la muerte de mi hermano, lo mataron en el barrio, un ajuste de cuentas. Pertenecía a una banda que mataba por encargo, el último que asesinó era hijo de un político que andaba en malos pasos.
Aquí en esta correccional estoy como en un limbo, esperando juicio por posesión de drogas. Me sorprendieron con un paquete que debía entregar, encargo por el que me pagarían muy bien. Robo a mano armada: acompañé a unos del barrio a asaltar un carro de reparto de cerveza. Términos bien pendejos: posesión de drogas, robo a mano armada, yo lo que estaba era vendiendo pa’ sobrevivir, pa’ comer, quién va a hacer un asalto desarmado ¿y si me queman?, muerto quedo. “Pa’ que llore mi mamá, mejor que llore la de él”.
Mi mamá purgó tres años de cárcel por mi hermano. Se inculpó. ¿Que por qué lo hizo? Prefirió sufrir lo que sufriría él, algo así como expiar sus culpas: la culpa de no haber sabido criarnos. ¿Pero saben qué? Ella también es víctima.
Por las noches, después de contarnos como a pollos, apagan las luces de esta cárcel, escucho el ruido de trancas, los pasos delatores del custodio sobre la baldosa resbalosa, quien en la penumbra parece una silampa, merodeando, esculcando en el silencio. Aprieto mi cruz, esa que llevo apretada a mi pecho, colgando del collar de oro que me regaló mi abuela, la mamá de mamá. Ella me mangongueaba, jamás notó que crecí, siempre me defendió de los demás (aunque yo tuviera la culpa), no me daba responsabilidades, me dejaba en la calle hasta la hora que yo quisiera, dizque para que me hiciera hombrecito. Cuando estábamos chicos, mi mamá salía a trabajar hasta los domingos y mi abuela nos llevaba a la iglesia donde había gran cantidad de gente; todos levantaban las manos, bailándolas, con los ojos cerrados. Adelante en el púlpito, un hombre vestido como nosotros predicaba alto, caminaba de un lado para otro gritando: ¡hermanos…!
En la penumbra de esta celda diminuta, miro la espalda descubierta de mi compañero de al lado. La tiene toda tatuada: Yo soy el rey, un corazón, una cruz, unas lágrimas, un guerrero, una espada, una virgen, un nombre de mujer: Cristina, un puñal, un rosario, un número, una carabela, un puño cerrado, el nombre de su madre (lo supe al amanecer, él me lo dijo) parecía un grafiti, de esos que pintarrajean por paredes abandonadas como las de mi barrio. Parecía un mapa de su vida, un recorrido, una súplica, una protesta.
¿Que qué quiero? Que alguien me enseñe a pensar antes de actuar, que alguien me muestre que el mundo es diferente, que alguien me diga cómo hago para ponerme en el lugar de las personas que hiero, que alguien me ayude a encontrar a quién quiero realmente, a quién valoro. Que alguien me guíe por el camino para aprender a controlarme, pero también quiero de los otros que me tomen en cuenta, que crean en mí, que no me rechacen, que no me excluyan. ¿Quién lo dice? Lo digo yo, El matemático.
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