Lupita Quirós de Athanasiadis
ESCRITORA
Una tarde de otoño en Nueva York el detective Fajardo salió del consultorio de su médico guareciéndose de la lluvia con un periódico. Cruzó la calle empapada, entró rápidamente en el primer bar y pidió un Jack Daniels, su bebida favorita. Jugaba con los cubitos de hielo mientras pensaba que esa era la mejor manera de pasar un atardecer lluvioso y que ya no regresaría a la oficina. De todas maneras —pensó— ya eran más de las cinco y, como no lograba esclarecer las causas del asesinato, se sentía disgustado e inepto. Eso por un lado, y por otro estaba el asunto de su enfermedad y las obligatorias visitas al doctor, porque necesitaba que le administraran tiamina por vía intravenosa, debido al síndrome de Wernicke-Korsakoff que padecía. Aunque el galeno había sido muy claro cuan do le dijo que si no dejaba el alcohol nunca se curaría, sonrió con desánimo y pidió otro trago al bartender. La pena que traía dentro había que adormecerla mientras estaba despierto porque, para dormir, ya había encontrado remedio en los tranquilizantes. Su familia había muerto en un accidente de tránsito tres años antes y no conseguía olvidar los rostros sangrantes de su esposa y de su pequeña hija de tan sólo siete años.
Después del cuarto bourbon y ya con sus amargos recuerdos un poco disipados buscó en sus bolsillos las llaves del auto, pero recordó al instante que ese día no lo había sacado del estacionamiento. Un olvido como aquél le pasaba a millones de personas todos los días y nadie le daba importancia; sin embargo, la amnesia que le ocurría ocasionalmente al detective Fajardo se había vuelto un proceso crónico y los episodios de falta de memoria podían durar horas. Lo que acontecía durante los mismos lo olvidaba completamente. Por esta razón, se inventaba las cosas que había hecho, incapaz de asumir que no podía recordarlas.
Tomó su sombrero, salió del bar y con las manos metidas dentro del gabán caminó cuatro cuadras hasta su apartamento tratando de concentrarse en el caso que lo ocupaba. Se trataba de un fiscal de distrito de cuarenta y cinco años al que habían degollado dentro del elevador del edificio donde residía. Una señora gorda que regresaba de pasear a un perrito fue quien, dando gritos y al borde de un desmayo, alertó a los conserjes del hallazgo. La policía encontró al infortunado con un gran tajo en el cuello. Yacía boca arriba con los ojos abiertos. Manchas difuminadas de sangre pintaban las paredes del ascensor delatando un forcejeo; sin embargo, no pudieron encontrarse huellas del victimario, evidencia alguna de ADN ni tampoco el arma homicida.
A Fajardo le asignaron el caso cuatro semanas después del asesinato, agotadas ya las más inminentes investigaciones. Era conocido por su sagacidad para encontrar a los criminales cuando ya los demás no hallaban solución. Podría decirse que sentía fascinación por el llamado “crimen perfecto”.
Se habían descartado uno a uno todos los posibles sospechosos: empezando por aquellos a quienes el fiscal había enviado a la cárcel. De éstos, diez continuaban en ella, dos habían muerto y otro yacía tetrapléjico en una clínica de rehabilitación. El informe señalaba que también se había descartado la posibilidad de un crimen pasional, cuando quedó claro que no había sustentación para ello. Ninguno de los interrogatorios que se efectuaron llevaba a un indicio certero.
Cuando el detective Fajardo llegó a su apartamento se prometió visitar a la viuda, porque, aunque había leído las respuestas a todas las preguntas que se le formularon al principio de la investigación, él no la conocía, por lo cual pensó que tal vez, después de la conmoción de los días próximos al asesinato del esposo, ella podría recordar algo que le ofreciera una pista en donde volver a olfatear.
Al día siguiente hizo una cita con la esposa del difunto. Se encontrarían en un parque después de que ella recogiera a su pequeña hija a la salida del colegio; a las dos de la tarde —había dicho la viuda—, y hacia allá se dirigía ahora. Por unos minutos se distrajo recordando cuando, junto a su familia, paseaba por los parques. Trajo a su mente las imágenes de la hija columpiándose y hasta podía oír su risa infantil. ¡Qué dolorosos podían ser los recuerdos! Se sorprendió enjugándose una lágrima en el puño de su camisa y decidió relegar esas evocaciones.
La distinguió en el lugar convenido. Estaba sentada leyendo bajo las ramas desnudas de un cedro, sus pies enmarcados por una alfombra de hojas castañas. Ella alzó la vista, lo vio acercarse y justo en el momento en que sus miradas se encontraron, él sintió una perturbación profunda.
—Buenas tardes —dijo ella ante la repentina mudez del hombre.
—Buenas —dijo él.
—Me parece que nos conocemos, ¿no es así?
—¡Hola! —dijo una niña que se acercaba trotando—. Mami, este señor fue el que me regaló una flor en el supermercado, ¿te acuerdas?
—¡Oh! Sí, claro —musitó la dama. ¡Qué casualidades tiene la vida! ¿Verdad? Por cierto, le debo mil disculpas. Mi esposo malinterpretó sus intenciones y por ello le recriminó. Lo siento.
Una miríada de flashes motivados por los enlaces de sus neuronas se encendió en la mente del detective. Éstos le llegaban en forma de imágenes difusas. Primero, se veía entregando una flor blanca a la niña para luego ser agredido por el furioso padre. En otra, se percibía confundido porque pensaba que la mujer y la hija eran las suyas, y que otro hombre se las quería arrebatar…
A pesar de la agitación que sentía por dentro logró decir:
—Disculpe, acabo de recordar algo urgente, debo ausentarme, pero la llamaré en los próximos días.
Los últimos metros que lo separaban de su auto los hizo corriendo. Cuando metió la llave en la cerradura, aquella se le cayó, tuvo que hacer un segundo intento. Tosiendo de angustia, a punto de que le diera un ataque al corazón, juntó sus puños y echó en ellos un soplo de calor. Deseaba calmarse para poder pensar mejor. Un nuevo chispazo de memoria lo acometió.
Entonces, en un despliegue de esfuerzo sobrehumano, sin saber muy bien el porqué, fue directo a la guantera. La abrió. Allí encontró la confirmación de su sospecha: una gardenia marchita y estrujada y, más atrás, en una bolsa plástica, la navaja.
Después del cuarto bourbon y ya con sus amargos recuerdos un poco disipados buscó en sus bolsillos las llaves del auto, pero recordó al instante que ese día no lo había sacado del estacionamiento. Un olvido como aquél le pasaba a millones de personas todos los días y nadie le daba importancia; sin embargo, la amnesia que le ocurría ocasionalmente al detective Fajardo se había vuelto un proceso crónico y los episodios de falta de memoria podían durar horas. Lo que acontecía durante los mismos lo olvidaba completamente. Por esta razón, se inventaba las cosas que había hecho, incapaz de asumir que no podía recordarlas.
Tomó su sombrero, salió del bar y con las manos metidas dentro del gabán caminó cuatro cuadras hasta su apartamento tratando de concentrarse en el caso que lo ocupaba. Se trataba de un fiscal de distrito de cuarenta y cinco años al que habían degollado dentro del elevador del edificio donde residía. Una señora gorda que regresaba de pasear a un perrito fue quien, dando gritos y al borde de un desmayo, alertó a los conserjes del hallazgo. La policía encontró al infortunado con un gran tajo en el cuello. Yacía boca arriba con los ojos abiertos. Manchas difuminadas de sangre pintaban las paredes del ascensor delatando un forcejeo; sin embargo, no pudieron encontrarse huellas del victimario, evidencia alguna de ADN ni tampoco el arma homicida.
A Fajardo le asignaron el caso cuatro semanas después del asesinato, agotadas ya las más inminentes investigaciones. Era conocido por su sagacidad para encontrar a los criminales cuando ya los demás no hallaban solución. Podría decirse que sentía fascinación por el llamado “crimen perfecto”.
Se habían descartado uno a uno todos los posibles sospechosos: empezando por aquellos a quienes el fiscal había enviado a la cárcel. De éstos, diez continuaban en ella, dos habían muerto y otro yacía tetrapléjico en una clínica de rehabilitación. El informe señalaba que también se había descartado la posibilidad de un crimen pasional, cuando quedó claro que no había sustentación para ello. Ninguno de los interrogatorios que se efectuaron llevaba a un indicio certero.
Cuando el detective Fajardo llegó a su apartamento se prometió visitar a la viuda, porque, aunque había leído las respuestas a todas las preguntas que se le formularon al principio de la investigación, él no la conocía, por lo cual pensó que tal vez, después de la conmoción de los días próximos al asesinato del esposo, ella podría recordar algo que le ofreciera una pista en donde volver a olfatear.
Al día siguiente hizo una cita con la esposa del difunto. Se encontrarían en un parque después de que ella recogiera a su pequeña hija a la salida del colegio; a las dos de la tarde —había dicho la viuda—, y hacia allá se dirigía ahora. Por unos minutos se distrajo recordando cuando, junto a su familia, paseaba por los parques. Trajo a su mente las imágenes de la hija columpiándose y hasta podía oír su risa infantil. ¡Qué dolorosos podían ser los recuerdos! Se sorprendió enjugándose una lágrima en el puño de su camisa y decidió relegar esas evocaciones.
La distinguió en el lugar convenido. Estaba sentada leyendo bajo las ramas desnudas de un cedro, sus pies enmarcados por una alfombra de hojas castañas. Ella alzó la vista, lo vio acercarse y justo en el momento en que sus miradas se encontraron, él sintió una perturbación profunda.
—Buenas tardes —dijo ella ante la repentina mudez del hombre.
—Buenas —dijo él.
—Me parece que nos conocemos, ¿no es así?
—¡Hola! —dijo una niña que se acercaba trotando—. Mami, este señor fue el que me regaló una flor en el supermercado, ¿te acuerdas?
—¡Oh! Sí, claro —musitó la dama. ¡Qué casualidades tiene la vida! ¿Verdad? Por cierto, le debo mil disculpas. Mi esposo malinterpretó sus intenciones y por ello le recriminó. Lo siento.
Una miríada de flashes motivados por los enlaces de sus neuronas se encendió en la mente del detective. Éstos le llegaban en forma de imágenes difusas. Primero, se veía entregando una flor blanca a la niña para luego ser agredido por el furioso padre. En otra, se percibía confundido porque pensaba que la mujer y la hija eran las suyas, y que otro hombre se las quería arrebatar…
A pesar de la agitación que sentía por dentro logró decir:
—Disculpe, acabo de recordar algo urgente, debo ausentarme, pero la llamaré en los próximos días.
Los últimos metros que lo separaban de su auto los hizo corriendo. Cuando metió la llave en la cerradura, aquella se le cayó, tuvo que hacer un segundo intento. Tosiendo de angustia, a punto de que le diera un ataque al corazón, juntó sus puños y echó en ellos un soplo de calor. Deseaba calmarse para poder pensar mejor. Un nuevo chispazo de memoria lo acometió.
Entonces, en un despliegue de esfuerzo sobrehumano, sin saber muy bien el porqué, fue directo a la guantera. La abrió. Allí encontró la confirmación de su sospecha: una gardenia marchita y estrujada y, más atrás, en una bolsa plástica, la navaja.
Día D
El Cuento D
23 de mayo de 2010 Nota extraída de: http://www.pa-digital.com.pa/periodico/edicion-actual/dia_d-interna.php?story_id=922615&edition_id=20100523#ixzz0osM2e1vt
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