Las relaciones sexuales de un adulto con un o una menor de edad, prohibidas por la legislación, sean catalogadas como pedofilia, pederastia o efebofilia es un delito que debe ser, una vez comprobado, castigado por la ley. Un agravante en la tipificación de este acto es que el agresor sea un pariente del menor o que la víctima se encuentre a su cargo para cuidarle, educarle o protegerle.
El escándalo que envuelve a la Iglesia Católica por causa de los sacerdotes que han abusado de menores y el encubrimiento de diversos obispos y del Vaticano, es absolutamente reprobable.
Este asunto no debe dejarse de lado ni intentar minimizar los hechos recurriendo a la estadística y decir que se trata de una acción cometida únicamente por el 1.5% del clero.
Dar la cara y asumir las debidas responsabilidades es la única respuesta correcta. Sin embargo, la crítica de estos hechos deleznables no debe remover los cimientos de nuestra fe y hacer que perdamos la perspectiva de el mensaje de Cristo, y que es la Iglesia la que nos mantiene en contacto sacramental con Él, la que nos ha acercado tanto ayer como hoy a las Sagradas Escrituras y a todo su caudal de enseñanzas de vida. Pero esta actitud de fe que debemos tener los católicos no nos exime de exigir que se haga justicia, no sólo por la vía del derecho canónico, sino también por la del derecho penal a cargo del Estado, y sean aplicadas las sanciones correspondientes a los infractores.
Si la Iglesia Católica quiere evitar un daño mayor, no sólo a las víctimas y sus familiares, sino a todos aquellos que la percibimos como una guía moral, debe cambiar de actitud. El encubrimiento quebranta la norma moral y la jurídica, es su obligación entregar a la jurisdicción de cada Estado a quienes son acusados de tales transgresiones.
Jesucristo que es la manifestación viva del amor misericordioso de Dios, y que recomendó compasión para los marginados, condena con suma severidad, el comportamiento del que hace daño a los menores. La indefensión en que se encuentran los niños y adolescentes ante la violación de su intimidad, la mayor parte de las veces no les permite comprender lo que les sucede y cuando con el tiempo lo hacen, ya están marcados en muchos aspectos de su vida adulta por el abuso sufrido.
Estemos vigilantes de nuestros pequeños y de nuestra Iglesia, ambos requieren del cuidado crítico de quienes les aman y así podrán superarse las vicisitudes presentes, tal y como ha sucedido en el pasado.
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