Por Manuel Sotelino
I
edificio donde tengo instalado mi cuartel general de servicios de investigaciones privadas decidiera plantarle un pulso al fuego provocado por la chispa de un pitillo mal apagado que encuentra como aliada a las más de cien botellas de güisqui que duermen cada noche, escondidas, en los archivadores de esas oficinas tapaderas de negocios no del todo claros. En ocasiones la suerte está echada y la vida no te da opción para tomar otro derrotero. Así que el hambre acumulado de dos días de trabajo intensivo, sólo comparable con el de un hipopótamo perdido en el desierto del Mojave, me obligó a aparcar delante de un establecimiento donde sirven desayunos y a mi me ofrecieran una buena ración de problemas con azúcar en sobre. Yo no pedí problemas, sino dos huevos fritos con jamón, pero la carta contemplaba de postre una dosis de peligros que provocaron que este fuera uno de los casos más peligrosos a los que me he enfrentado en mi dilatada y fecunda vida como detective privado.
El bar era amplio. Detrás de la barra habitaban señoritas esbozando sonrisas frágiles, de esas que están a tan sólo un centímetro de convertirse en una mueca amarga. Había mesas acostadas hacia las grandes cristaleras, ofreciendo como escaparte al exterior a todos aquellos corresponsales de la monotonía que sucumben ante la mantequilla derretida sobre una tostada y un balance de cuentas mil veces repasado con el fin de lograr más recortes de gastos. Al extremo del mostrador, un viejo borracho, con la segunda resaca del día, susurraba melodías de Brodway y revivía viejas frustraciones que no lograba quitarse de encima ni con dos botellas de bourbon elaborado en Kentucky. El sonido de la caja registradora y el chasquido de las monedas sueltas que sobrevolaban por el techo, convivían junto a un olor rancio de frituras que debieron despacharse cuando Kennedy decidió darse una vuelta por Dallas. En aquel momento, mi único interés en la vida se centraba en darle la forma justa a mi café negro de quince centavos mientras esperaba la fuerza del desayuno. Fue justamente cuando entró una muñeca con falda marrón carmelitano hasta las rodillas y un bolso negro bajo el brazo. Su rubio cabello poderoso le daba un aura de belleza sensual que inmediatamente fue captada por todos aquellos clientes aburridos. Se sentó a mi lado. Pidió un vermú con un sándwich mixto. Y de repente se dirigió a mí, provocando el detonante de toda aquella historia.
-Usted tiene aspecto de ser buena persona.
-¿Nos conocemos, señorita? –comenté mientras intentaba poner la sal justa a mis huevos fritos.
-Oiga necesito ayuda urgentemente. Sé que esto le puede sonar raro, pero ahora mismo necesito a alguien que guarde este bolso. Son cincuenta mil reunidos en billetes de cien. Creo que alguien me persigue y tengo que deshacerme del dinero. No sé, pero algo me dice que puedo confiar en usted, lo he notado al acercarme. Debe de ser una intuición, y debo asegurarle que jamás me ha traicionado el olfato.
-Mire, hermana, -sonreí mientras me fijaba en sus ojos azulinos y profundos- está usted fuera del horario comercial, así que tengo la ventanilla echada. Ahueque el ala. Si tiene problemas venga a mi despacho a partir de las nueve. En ocasiones suelo ser un chollo para mis clientes, y hasta les hago ofertas especiales por mamporros cobrándoles un interesante dos por uno. Pero ahora, créame, estoy desayunando y no veo que su existencia corra peligro. Ya sé que la vida está muy achuchada, pero con ése dinero que dice usted que tiene podrá solventar cualquier imprevisto sin mi ayuda.
Su mirada cruzó mi celebro saliendo por la nuca hasta llegar al beodo que seguía con sus músicas asomadas al culo de un vaso largo medio vacío. De pronto esbozó una tierna sonrisa que envolvía el acero de su interior, como un tornillo de terciopelo. Dio un sorbo a su vermú y dejó casi entero el bocadillo. Pagó su cuenta mientras yo sentía cómo el deseado momento de llenarme el buche se me escapaba por el sumidero de toda aquella farsa. Me volvió a mirar y me dijo: “Déme una tarjeta, por favor. Iré a verle a su despacho”. Su tono se volvió tan seguro como los bíceps de un funambulista.
-Ahí le dejo el dinero, pasaré a recuperarlo en cuanto pueda. Le contrato para custodiar este bolso. Ya le llamaré por teléfono. Sólo quiero asegurarme de que mi dinero no se lo va a llevar alguien ajeno.
-No ha pensado en algo importante, ¿señorita...?
-Señorita W.
-Puede que esta alma caritativa que tiene delante se quede con la pasta y no la vuelva a ver más. Además, ¿no cree que puedo ser esa persona ajena que le robe el tesoro?
-Bueno, al menos podré decir que sucumbí ante un hombre interesante…
Dejó un bolso negro de cuero sobre el mostrador, se dio media vuelta y se largó dando pequeños pasitos sobre sus afilados tacones de diez centímetros y un enigma colgado a su espalda que sonaba a chiflada con ventanas a la calle. Una locura que medía algo más de dos estadios de fútbol si uno se detenía en el contoneo de sus nalgas.
II
Un hombre sólo puede ser feliz cuando se encuentra con cincuenta de los grandes metidos en un bolso y colgados de su hombro. Un hombre, sincero y con un sentido de la lealtad y la moral, puede sucumbir ante una cifra de este calibre y comprobar cómo todos sus esquemas se derrumban a la primera de cambio. Un hombre pobre y perdido, con ese dinero, es capaz de hacer un intento por conseguir el nirvana que ciertos monjes se empeñan en alcanzar sin un centavo en el bolsillo. Un idiota como yo, era la única persona capaz de cargar con cincuenta de los grandes sin pedirle permiso a nadie, sabiendo que donde exista dinero poco claro suele haber una sospecha o una mano oscura haciéndole sombra.
Como las posibilidades de que todo aquello me acarreara más de un problema eran bastante elevadas, decidí acudir a la estación de ferrocarril de M para dejar en una taquilla el maldito bolso que había sesgado mi hambre canina. Una vez guardado en un lugar seguro tendría tiempo para pensar en algo. Al fin y al cabo todo parecía bastante sencillo: custodie usted el dinero y ya iré a buscarlo cuando me apetezca. Demasiado fácil, demasiado sospechoso a un mismo tiempo.
Acudí a la estación de ferrocarril conocida por todos como la de M. Las gentes bullían por todas las esquinas como si la sala de espera fuera un hormiguero hiperactivo, como un caldo en ebullición. Viejos empecinados en perseguir a jovencitas alegres con ligas de color violeta, chicas recién salidas de la oficina pensando qué hacer para salir de la monotonía, periódicos que camuflan una mirada obscena, luces de neón anunciando cualquier entretenimiento para hacer más corto el trayecto de Esmeralda a San Francisco. El ruido era ensordecedor y aparentemente cada uno acudía de sus asuntos a los hechos sin pararse a observar los problemas de los demás. Era un buen lugar dentro del desorden del gran gentío, así que mi presencia en aquella gran sala de espera no levantó la sospecha de nadie. Conseguí la llave de la taquilla 135 y encerré el bolso bajo llave. Compré un pliego de papel de regalo, vacié mi cajetilla de cigarros y, con algunos recortes de periódico que sirvieran de relleno, metí la llave de la taquilla. Envolví el paquete y lo envié a mi apartamento por correo certificado. El bolso estaba a buen recaudo en aquella taquilla y la llave volaba con pasaje de primera a mi domicilio. Salí de M, donde se intuye la sal cálida de las aguas mediterráneas, y me puse en camino a mi oficina, ese lugar en el que las horas pasan muertas cuando no hay nada que hacer. O sea, la mayoría de los días contabilizados desde que me dedico a esta digna profesión de descifrar misterios esenciales para la bien hacer de la conducta humana.
Pasaron algo así como doce horas. Era increíble no haber sufrido ningún tipo de fiebre sabiendo dónde y por qué se encuentra un dinero que puede a uno ponerle en orbita para el resto de su vida. El día se convirtió en una dura cuesta arriba. Una mañana respirando el aire impuro de aquella ciudad grisácea con mirador al mar mientras ahí estaba yo, sentado en el sillón de mi despacho, con algo más de quince cigarrillos fumados para cargar el ambiente y cuatro sorbos de aquel jerez seco tan bueno que un cliente agradecido quiso dejar sobre mi escritorio y al que no me resistía cada vez que me venían ganas de un trago. Al fin llegó la hora de picar billete y, apesadumbrado por dejar tanto trabajo patas arriba, decidí irme a casa. Me tenía merecido un buen descanso.
III
Eran las seis de la mañana cuando un ruido ensordecedor se estrellaba contra mi apartamento. No tuve más remedio que levantarme de la cama porque la puerta parecía que iba a caerse de tantos golpes.
-Abre, por favor –gritaba una voz recia que no parecía andar con bromas a aquella hora de la mañana.
Una silueta con sombrero oscuro y gabardina larga estaba al otro lado de la mirilla.
-Espere, inspector F. Ya voy, ya voy.
El inspector trabajaba para el fiscal del distrito y debía de ser algo serio cuando a esas horas se colaba en mi casa con cara de malos amigos. Su pelo rojizo y cortado al cuatro parecía como un campo de trigo segado con una afilada guadaña. Sus ojos verdes eran poderosos, como las venas que le surcaban las sienes. El inspector, sin duda, era un tipo duro. Un buen chico al que el Estado le debía más de un caso complicado gracias a su sagacidad y ese sexto sentido al que se ven abocados los disciplinados y astutos zorros que trabajan contra el crimen organizado. Entró en mi salón y, como ya conocía bien la estancia, se fue directamente al bar a servirse una copa.
-Gracias por la copa, señor detective. No te preocupes ya sé que estoy de servicio y que no puedo beber, pero existen momentos en los que un trago es necesario.
-Umm, vaya, inspector. Ahora lo entiendo. Acabas de apresar al cabecilla de una banda de forajidos y has decidido venirte a celebrarlo conmigo. Claro, buena hora para tomarse una copa. No todos los días cae un pez gordo, ¿eh?
-Venga, M, no te hagas el gracioso conmigo. Nos conocemos de sobra y sabes que mi visita a estas horas no anuncia nada bueno. Te tengo que detener como presunto autor del robo propiciado antesdeayer en el banco Notengoná.
-Sí, claro –le dije sin saber de qué me hablaba pero teniendo la sensación de que alguien me estaba echando el mochuelo del dinero-. De manera que ahora, después de tantos años dedicados a la erradicación de gente de mal vivir, soy un vulgar ladrón de bancos que opta por quedarse en la madriguera para que vengan los lobos cuando les apetezca carne fresca. Vamos, F, ¿no crees que es demasiado fácil? Espera, prepararé un poco de café a ver si logramos hacer madrugar, al menos, a un veinte por ciento de nuestras impresionantes neuronas.
-Ni hablar, M, nos vamos enseguida. Tienes que prestar declaración en la comisaría. Prepárate, te espero aquí sentado. Ah, y no te preocupes, sé donde servirme otro buen trago –comentó mientras se le ponía el rostro tan tieso que hubiera hecho falta una gubia de acero para cambiarle el gesto.
-Muy bien, tú ganas jefe.
Me duché y me afeité, me puse una camisa limpia –sabía que podrían pasar bastantes horas antes de que pudiera volver a encontrarme con mi ropero tal y como estaban las cosas-, y me dispuse a abrirle la puerta a mis escoltas para ir a la comisaría.
-Te hemos cogido esta vez, M. Tenemos la declaración de un testigo que te vio esconder el dinero en una taquilla de la estación de M. Todo se arreglará cuando lleguemos al lugar y abras tú mismo la taquilla.
-Si, claro, la taquilla. Vamos, F, comienzo a cansarme de esta farsa. ¿De qué dinero me hablas? ¿A qué taquilla te refieres? ¿Dónde está la llave de la taquilla que dices que tengo que abrir? Por favor, señor inspector cara de palo, comience de una vez a responder preguntas y dejar de acusar a un honrado conciudadano que sólo se busca la vida arreglándosela a los demás ¿Qué crees que porque un farsante calenturiento con cataratas diga que me ha visto en la estación ya puedes invadir mi domicilio y acusarme alegremente?
-Señor –comentó en ese instante un agente que acompañaba al inspector F-, no hemos encontrado nada.
-Vamos, M, no te hagas el listo. Dinos dónde tienes la llave de la taquilla –comentó con rostro amenazante.
-¡Joder! ¿Pero de qué estás hablando? No entiendo nada.
-En fin, no importa, iremos a esa estación ahora mismo. Y espero que cuando se abra la puerta puedas estar preparado para asumir un buen puñado de acusaciones.
Cuando llegamos a la estación cuando el sol desplegaba su belleza más fulgurante. Un intenso olor dulce a jacarandas llegaba desde la avenida de San Frutos, y una sensación de frescura se acercaba desde el mar espumoso que afloraba su belleza apenas a cinco kilómetros de donde nos encontrábamos. Generalmente, los “chapas” suelen ser muy amables con los presuntos ladrones de bancos. Especial mención habría que hacer a las esposas plateadas que quisieron colocarme en las muñecas, aunque la deferencia del inspector para con un viejo colega de casos perdidos –allá cuando trabajábamos los dos para el fiscal del distrito- hizo que mi entrada en la estación no fuera como la de un sentenciado a cadena perpetua.
Como la llave viajaba en un pasaje distinto al mío, los efectivos “polis” consiguieron una barra de acero con suficiente peso específico como para hacer añicos la portezuela de la taquilla. Dos segundos antes de abrirla, el inspector me miró con cierta cara de melancolía, como un niño antes de dar el zarpazo a una mariposa posada en una hortensia.
-Aquí no hay nada, inspector, excepto unos periódicos viejos metidos en un bolso negro de cuero –dijo uno de los sabuesos encargados del registro.
-Bien, M, muy inteligente. Sabemos que ayer estuviste aquí, pero no sabemos dónde ha ido a parar el dinero.
-F, pensaba que eras más inteligente. Has intentado vender la piel del oso antes de cazarlo-. Después de todo aquello, unas disculpas inútiles. De esa clase de perdones que se dan con la boca pequeña y con los ojos cargados de incredulidad.
Nada supe de la desprendida chica durante una semana. Cada mañana, me acercaba a la estación a ver si lograba encontrar una respuesta a mis incógnitas. Justo siete días después, un chico con rostro enamoradizo y una gorrilla colocada hacía atrás, me hacía entrega de un pequeño paquete en la puerta de mi apartamento. Sin notas y sin dedicatorias. Un poco de papel de relleno y una llave con un letrero colgando donde estaba escrito el número 135.
IV
La vida de un despacho con pocos asuntos que tratar suele ser, como ya he intentado explicar antes, algo parecido a la jaula del gorila en cualquier zoológico del mundo. La cotidianidad sigue su paso mientras uno observa el tren de los días tras la persiana veneciana de la ventana, a ritmo de caladas de cigarrillos y teniendo como fondo un buen trago que llevarse a la boca.
El despacho de un detective privado en horas muertas es como el centro de un tiovivo, todo va dando vueltas y más vueltas hasta llegar a ese tenebroso infinito que es la abulia y la desesperanza. Las horas pasan muertas y los muertos pasan por delante tuya sin que nadie venga a pedirte una explicación de tal o cual enigma que sobrevuela por la frente del fiambre. Una mosca, un resoplo o el canto de una sirena en el crepúsculo de la tarde, suele dar paso a pensamientos profundos que van desde la existencia de los elementos más trascendentes del nihilismo actual al análisis del último partido de los Passadenna Scout. Se sofoca el pensamiento durante cinco minutos cuando se riega con un vaso largo y después vuelve el moscardón, el resoplo o la sirena, a colocarte en tu sitio, y vuelta a empezar de nuevo.
En esas estaba cuando apareció la rubita generosa por la puerta de mi despacho. Ya era hora de que se diera una vueltecita por mis terrenos, pensé. La chica se sentó y encendió un cigarrillo, sonriendo, socarronamente, con un poco de sedición y un mucho de hacerse la enterada. Yo no sonreí, ni intenté hacer ningún gesto. Quería permanecer impávido, como por encima de todo aquello, aunque me moría de ganas por echarle una mano encima.
-Muy bien, mi hombre –me dijo sinceramente, mientras deslizaba el humo extrafino de una calada entre sus labios carnosos y recién pintados-. Ahora llegó la hora de que tú y yo disfrutemos de lo lindo.
-Por supuesto, cariño. Tú y yo. Solos. Perdidos por una playa y con los pies mojados en la orilla de un mar azul. Pero falta el dinero. O al menos eso dice la policía.
-No te preocupes. Lo tengo yo. Vi cómo te acercaste a la estación a guardar los billetes. Por cierto, muy inteligente por tu parte. Sabía que el dinero estaba allí. Así que pedí una llave maestra al encargado de las taquillas y pagué la multa estipulada en caso de perdida de la llave original. Saqué el dinero y me refugié hasta que pasara todo. Se trataba de un golpe de efecto. No sé si te suena el nombre de F. Estuvo en el trullo, y lo pasó muy mal durante quince años. Durante ese tiempo existe margen de maniobra para pensar en la venganza, y siempre supo que si alguien la merecía ese eras tú por hacer bien tu trabajo. El resto fue idea suya. El bar, el bolso, la pobre aprensiva que necesita ayuda, la policía y el “marrón” para el señor detective que ha decidido dar el salto hacía el delito.
-Vaya, F está de nuevo suelto. El mundo es más inseguro con un tipo como ese pavoneándose por la calle. Sin embargo no entiendo el cambio de planes, ni tampoco sé qué es peor si la sombra de la celda o la de esta oficina destinada al desaliento.
-Me considero así de loca. Me gustaste desde que te vi con aquellos huevos fritos plantados en tu plato, me atrajo ver tanta hambre reunida en un hombre. Y decidí llevar la batuta de los acontecimientos. He traicionado a F. Ahora sí que estoy en peligro, pero el dinero está a buen recaudo y yo tengo dos pasajes con destino a ninguna parte.
-Claro que sí, cariño. Claro que sí. Vamos ven… acércate.
Su pelo era angelical y su boca tierna seda. Nos envolvimos para atravesar del mundo normal al viaje a ninguna parte. Y volvimos cuando la noche había caído cargada de blancos chorros lunáticos. Lástima que todo aquello tenía un final fatal. Ella me gustaba, pero mi deber me obligaba a telefonear al inspector B cuando, para no despertar sospecha, dije que iba a buscar una botella de jerez que tenía bien guardada en mi particular despensa situada en la oficina de al lado. Todo aquello era una gran mentira. Tan falso como que el dinero estaba a buen recaudo en el maletero de mi coche, y ya era hora de entregarlo a su dueño legítimo. Sabía que alguien tendría que venir a buscarlo tarde o temprano, a destapar el entramado. Mi chica cometió el fallo de creer que yo era el primer sorprendido cuando la policía comprobó que en la taquilla 135 no había nada más que papeles sueltos. Ni ella ni la banda del malévolo F sabían dónde se encontraban los billetes. Venían a tenderme una trampa para darme pasaporte. Picó el inspector al creer a unos delincuentes enmascarados, y después picaron ellos porque pudieron pensar que era la policía la que había dado el cambiazo y estaban callados como putas. Así que estaba seguro que abajo, en la calle, debía de tener un comité de recibimiento para ajustar viejas deudas bajo el imperativo de dos disparos a quemarropa. Mientras esperaba que llegara el inspector B, el olor de la comisura de su cuello me estaba volviendo loco. Fue una maldita putada comprobar cómo el sueño se desvanecía cuando, al fondo de la noche, se oyeron las sirenas de los coches patrulla.
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