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El rey del truco soy yo



Dennis A. Smith.

—¡Ya puedo oler su pensamiento caballero!— apareció el indigente desde la banca cercana a los arbustos.

El hombre del sombrero de paja saltó del susto, pero su mirada quedó clavada en aquel raro personaje, ambiguo, desaliñado, con un aura grandiosa.

—He visto la forma en que observas al Parlamento Nacional… Sí, ese edificio vetusto sinónimo de corrupción, engaño y burla hacia el pueblo, que en vez de crear leyes decentes para el beneficio del Estado que representan, sólo garabatean escritos inservibles que a nadie benefician más que a todo el que está en el poder, pero el pueblo no olvida sus burlas abrasadoras.

—En efecto, todo lo que dice es cierto. No hay que ser tonto para darse cuenta de que el que pisa ese recinto queda inscrito en el libro de la corrupción— respondió el hombre del sombrero de paja—. Lo más triste es que el pueblo no puede quejarse de la clase de serpientes que se arrastran allá adentro porque el pueblo los escogió.

El indigente se presentó. El hombre del sombrero de paja se sintió en confianza al instante. Bajo un sol abrasador, junto al singular personaje, dio rienda suelta a su mente.

—Tengo una solución para eliminar el pobre y obsoleto edificio.

—¡Cuéntemelo, caballero!— dijo el indigente.

—Me pongo a soñar en ciertas ocasiones que convoco a una huelga general contra las atrocidades de los parlamentarios. Una marcha de cientos de miles de personas, entre niños, mujeres, ancianos, centrales obreras, sindicatos, agremiados en general y hombres de trabajo duro. Se acercan todos y rodeamos el edifico en pleno, cada uno en forma ordenada va dejando un trozo de madera seca a los pies de la estructura; al final de la tarde cuando el último manifestante haya colocado su aporte a la nación, se prenderá fuego a la gran hoguera y bailaremos alrededor.

—Magnífico deseo que comparto en todas sus dimensiones— gritó el indigente.

—Sin embargo, es sólo un simple sueño que nunca se hará realidad porque la corrupción y el robo de los bolsillos del pueblo siempre vivirán allí— comentó el hombre del sombrero de paja con una mirada desesperanzadora.

—Le contaré una historia, mi estimado caballero— susurró el indigente.

Se fueron sumiendo en el relato mientras el sol del mediodía se arropaba con las nubes que oscurecieron el cielo, luego un trueno, la lluvia; como esa lluvia intensa que caía a través de la ventana de la fortaleza de San Mauricio, el reino oscuro del Norte. Su emperador había gobernado el Estado por medio del terror, las influencias y la corrupción, se había enriquecido con los tributos e impuestos que le extraía al pueblo. En aquel día lluvioso, el guardián observó una sombra entre la bruma que solicitaba la entrada y una audiencia con el temido gobernante.

Una vez en su presencia, el extraño visitante se identificó: “A sus órdenes, majestad. Me desempeño en el entretenimiento y deseo trabajar para usted”. El rey lo miró con desdén. “Conque hechicería para el vulgo— respondió el tirano—. Seré misericordioso contigo porque hoy tengo una gala y en ella demostrarás tus habilidades para entretener, y más vale que seas bueno porque tu futuro sería la horca”. “Yo sólo deseo servirle” —prodigó.

Por la noche, cuando se desbordaba el vino y el lujo excesivo ardía en el aire, la gula fatal arremetía las almas de los que se vendieron al emperador que bailaba con todos y todas en el gran salón. Se presentó el forastero acicalado para la ocasión. Se paró en medio del recinto y desplegó su parafernalia circense con maestría. Los aplausos retumbaron en el salón. Para terminar la gran noche, pidió un voluntario para su acto sublime. Aunque varios entusiastas se ofrecieron, él se acercó insolente al trono y agarró al hijo del nefasto. Los guardias se le abalanzaron, pero el emperador, poseído por el alcohol, los apartó con una carcajada.

“A ver, hechicerito, muéstrame tus apestosas jugarretas— arengaba entre saliva y mareos—. No haces nada interesante para mis invitados”.

Colocó una silla en medio del gran salón y en ella sentó al heredero del trono, lo cubrió con su capa y pidió a todos los presentes que gritaran con él: “El rey del truco soy yo”.

Así mismo lo hicieron.

Expectativa en todas las miradas, risas e intrigas.

Al retirar con fuerza la capa, la silla vacía en el centro del salón paralizó a todo ser presente, mientras el cáliz de vino del emperador se estrellaba contra el suelo.

Luego de las torturas y el interrogatorio se condujo al enigmático personaje al patíbulo, pues nada lo había convencido de reaparecer al vástago del emperador. Iba sereno, con la frente en alto; una sonrisa dibujada en su rostro lo acompañaba. Estaba frente a la misma gente que lo aclamó esa noche y ante una muchedumbre que lo aceptaba como héroe, pues el emperador había cegado la vida de varios de sus seres queridos. Antes de que la soga se templara en el suave cuello, gritó: “El rey del truco soy yo”.

En un hermoso valle, sentado sobre la hierba, cortaba despacio una manzana que dispuso en un plato de madera, esperaba a sus hijas que venían corriendo junto a su esposa, ansiosas todas por abrazarlo. Brillaban con el sol, cada una más bella que la otra. Detrás aparecieron varios caballos. Eran los hombres del emperador. Las tomaron en frente de él, les hicieron oprobios y luego las dejaron sin vida en el valle.

El brujo de la comarca sólo pensó en la venganza desde entonces. Dando los últimos pataleos de vida, sonreía detrás del saco negro que le cubría la cabeza, pues logró su cometido.

Se acerca una gran manifestación, parecida a la que habían soñado. Luego de un mes de gestiones, lograron aglutinar a todas las representaciones de la sociedad en la gigantesca marcha que se fue ubicando alrededor del Parlamento. El indigente y el hombre del sombrero de paja la lideraban. Se subieron a un altillo y comenzaron a hablar. Los guardianes del edificio se preparaban para arremeter contra la multitud que ya estaba enardecida.

—¡Acabemos este día con los culpables de que se burlen de nosotros!— gritó el indigente— Cuando yo cuente hasta tres, todos ustedes gritarán: “El rey del truco soy yo”.

“Uno”.

A todas las personas les causó gracia la consigna, pero los ánimos estaban tan caldeados que estuvieron dispuestos. El hombre del sombrero de paja, desconcertado miraba al indigente guiar la concentración que tomó control de todo. El indigente lo miró y le dijo: “Nunca te dije el final de la historia”.

“Dos”.

El verdugo se acercó al cadáver del mago cuando ya estaba inmóvil, el emperador y todo su séquito observaban, retiró el saco negro de su cabeza. El emperador cayó muerto de un infarto al ver la escena. Allí, con los ojos y la lengua afuera guindaba de la horca su hijo; el heredero al poder.

“Tres”.

“El rey del truco soy yo”.

Y desapareció por completo el edificio, con todos los que estaban dentro.

Panamá América
Suplemento Día D
31 de enero de 2010


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