Escritor
Ni siquiera recuerdo quién me invitó, pero Iowa City es una ciudad pequeña y no me fue difícil encontrar el lugar. Se trataba de un sótano al cual se bajaba por estrechas y débilmente iluminadas escaleras en donde las parejas, de pie o sentadas, impedían el paso con sus cuerpos abrazados. La música estrepitosa y las luces sicodélicas que brotaban de abajo y alcanzaban la calle, iban atrayendo cada vez a mayor número de curiosos.
Algunos, sobre todo los no tan jóvenes, seguían al poco rato su camino, una vez satisfecho el afán de novelería entre el parpadeo de las luces.
Yo logré, con gran esfuerzo, romper los abrazos que se prodigaban las parejas y, metiéndome por entre aquellos cuerpos que ocupaban toda la longitud de la escalera, me encontré de pronto en medio de una reducida estancia. A un lado bailaban rock entre penumbras unas diez parejas. Un grupo musical formado por varios melenudos se zarandeaba del otro lado, siguiendo con el cuerpo el ritmo frenético de sus instrumentos. Atrás, una hilera vertical de luces de todos colores lanzaba sobre mí violentas intermitencias.
Por un momento permanecí de pie, sintiendo que las luces me partían en largas estrías calientes que, inexplicablemente, iban lacerando mi piel como innumerables serruchos. Las parejas formaron entonces un círculo a mi alrededor, incluso las que habían estado en la escalera, pues cuando me di vuelta, confundido, sintiendo un grato dolor en la carne rota, vi que la salida estaba despejada. No pude o no quise correr.
La música se hizo más intensa y yo sentí que me dividía, que cada estrato vertical de mi cuerpo iba adquiriendo independencia y que yo estaba presente en cada nueva parte que se desprendía de mi ser principal.
El centro de la rueda compacta, que ahora formaban los presentes, se fue poblando de réplicas mías que a su vez empezaban a integrar otro círculo menor. Yo seguía de pie frente a las luces que continuaban seccionándome y doliéndome y deleitándome hasta la parálisis.
Cerré los ojos para poder resistir mejor tanto dolor placentero, suponiendo que todo no era más que un sueño y que, como tal, no tenía por qué tener prisa alguna en despertar. Al abrirlos, la pieza que tocaban los melenudos se había hecho lenta y las parejas bailaban muy juntas. Ya no vi luces parpadeantes, sino una acogedora penumbra en el sótano.
El hombre que nos observaba desde el centro de la estancia, donde yo había estado segundos antes, tenía estampada en su rostro, para mí totalmente desconocido, la más aguda incredulidad. Sólo entendí su asombro cuando logré ubicarme nuevamente. Y mi sorpresa no debió ser entonces menos intensa que la suya, pues me di cuenta de que todas las muchachas de la fiesta bailaban pegadas a mí. Yo las sentía de muy diversas maneras junto a los muchos cuerpos idénticos que habían sido engendrados a partir de aquel otro que poco antes fuera único. Comprendí de golpe que el resto de los hombres que habían estado bailando al llegar yo, se hallaban congregados en el cuerpo del que ahora lanzaba miradas de odio a las múltiples formas de mi ser.
Después de haber apartado a las muchachas, nos dirigimos hacia el intruso y, obedeciendo a una sola idea, sin decir palabra, lo echamos de la fiesta.
Panamá América
Suplemento Día D15 de agosto de 2010
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