Lupita Quirós Athanasiadis
ESCRITORA
El orfebre, reconocido en la comarca por su delicadeza y esmero, vivía con su mujer en la más retirada casita del pueblo y hasta allá se acercaban los que querían encargarle un trabajo delicado o una reparación de joyería. Pero a quien no le urgiera ir en busca de su inestimable trabajo, jamás lo visitaría porque todos odiaban el carácter desagradable de Dora, su mujer, y lo mal que trataba al pobre viejo.
Ella tenía compulsión por la limpieza, por eso siempre se la veía con una escoba en la mano.
Mujer, que ya no te queda nada por limpiar, deja en paz a las pobres arañas. No hacen ningún daño y además se comen los insectos. ¡Qué afán el tuyo por perseguirlas!
¡Claro, si fuera por ti, tendríamos la casa llena de telarañas! ¡Viejo bobalicón! ¡Habráse visto que te haya dado ahora por defenderlas!
Lorenzo era un hombrecillo corto de estatura, delgado, arrugado y sumamente honesto, cualidad ésta que exasperaba a su mujer, quien siempre le incitaba a que robara partes del oro o la plata a su clientela porque ella deseaba que él le hiciera un collar.
Él la amaba, pero nunca sería capaz de dejarse convencer para sustraer algo que no fuera suyo. Lo que sí hizo un día, sin saber bien el porqué, fue dejarse tentar cuando escuchó las apuestas a los caballos, con tan buena suerte que ganó una pequeña fortuna. El primer pensamiento que tuvo fue de arrepentimiento: ¿Qué hubiera hecho si en vez de ganar perdiera? Ciertamente él no se podía tomar ese tipo de riesgos, por lo que se prometió no volver a apostar. Su segundo pensamiento fue invertir todo en comprar el precioso metal para poderle regalar a su esposa lo que por tanto tiempo le había pedido. No le dijo nada y, en las noches, después de verla dormida se escabullía a su taller a continuar con su trabajo.
El día que terminó el collar, lo alzó ante sus ojos y lo observó muy complacido, nunca imaginó que él fuese capaz de realizar una obra tan primorosa. Se le acercó a Dora por detrás, le dijo que cerrara los ojos, le quitó la escoba de las manos y procedió a colocarle la gargantilla de plata.
¡Quita, viejo loco, qué chifladura te ha dado ahora!
Pero enseguida su voz se tornó melosa cuando sintió que era un collar. Después se acercó al espejo y admiró el valioso obsequio, aunque hizo un gesto de disgusto cuando vio que la gargantilla tenía la forma de las patitas de las arañas.
¡Vaya, pero qué manía con los bichos esos! Te perdono porque es de plata y te ha quedado preciosa. También me alegro de que hayas seguido al fin mi consejo de tomar poco a poco el metal a tus clientes.
Lorenzo no dijo nada, ni explicó lo de la apuesta. Se contentaba con ver feliz a su mujer, quien esa noche y todas las por venir dormiría con la gargantilla puesta.
Al poco tiempo, el orfebre murió y la misma noche de su funeral, cuando la viuda yacía dormida, la gargantilla de plata cobró vida y se apretó fuertemente al cuello de la infortunada, quien murió estrangulada por sus afilados garfios. Después, el collar se desabrochó, caminó por todo el piso de la casa y salió a esconderse en el hueco de un árbol, donde vivían los otros arácnidos.
Ella tenía compulsión por la limpieza, por eso siempre se la veía con una escoba en la mano.
Mujer, que ya no te queda nada por limpiar, deja en paz a las pobres arañas. No hacen ningún daño y además se comen los insectos. ¡Qué afán el tuyo por perseguirlas!
¡Claro, si fuera por ti, tendríamos la casa llena de telarañas! ¡Viejo bobalicón! ¡Habráse visto que te haya dado ahora por defenderlas!
Lorenzo era un hombrecillo corto de estatura, delgado, arrugado y sumamente honesto, cualidad ésta que exasperaba a su mujer, quien siempre le incitaba a que robara partes del oro o la plata a su clientela porque ella deseaba que él le hiciera un collar.
Él la amaba, pero nunca sería capaz de dejarse convencer para sustraer algo que no fuera suyo. Lo que sí hizo un día, sin saber bien el porqué, fue dejarse tentar cuando escuchó las apuestas a los caballos, con tan buena suerte que ganó una pequeña fortuna. El primer pensamiento que tuvo fue de arrepentimiento: ¿Qué hubiera hecho si en vez de ganar perdiera? Ciertamente él no se podía tomar ese tipo de riesgos, por lo que se prometió no volver a apostar. Su segundo pensamiento fue invertir todo en comprar el precioso metal para poderle regalar a su esposa lo que por tanto tiempo le había pedido. No le dijo nada y, en las noches, después de verla dormida se escabullía a su taller a continuar con su trabajo.
El día que terminó el collar, lo alzó ante sus ojos y lo observó muy complacido, nunca imaginó que él fuese capaz de realizar una obra tan primorosa. Se le acercó a Dora por detrás, le dijo que cerrara los ojos, le quitó la escoba de las manos y procedió a colocarle la gargantilla de plata.
¡Quita, viejo loco, qué chifladura te ha dado ahora!
Pero enseguida su voz se tornó melosa cuando sintió que era un collar. Después se acercó al espejo y admiró el valioso obsequio, aunque hizo un gesto de disgusto cuando vio que la gargantilla tenía la forma de las patitas de las arañas.
¡Vaya, pero qué manía con los bichos esos! Te perdono porque es de plata y te ha quedado preciosa. También me alegro de que hayas seguido al fin mi consejo de tomar poco a poco el metal a tus clientes.
Lorenzo no dijo nada, ni explicó lo de la apuesta. Se contentaba con ver feliz a su mujer, quien esa noche y todas las por venir dormiría con la gargantilla puesta.

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