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Al final del camino


Yohel Amat V.
Escritor


El cuerpo aplastado de su esposa yacía sobre su frío lecho de metal.

Se encontraba en la morgue del Hospital Santo Tomás y el anciano sostenía entre sus manos el rostro de la que hasta hacía unas horas había sido su compañera por más de 50 años, mientras las lágrimas rodaban por su arrugada cara.

Todas las quincenas, el anciano se dirigía hacia el supermercado 'Rey' de 'El Dorado' a cobrar su exigua pensión, la cual apenas le servía para comer frugalmente dos veces al día junto con Helena, su esposa.

A veces podían darse el lujo de comer carne una vez a la quincena y esa única ocasión para la pareja era como si se tratase de una cena de Navidad, pero acompañada de carne de res guisada, la favorita de ambos.

Helena nunca se quejó de una vida de trabajo duro en casa ni del salario de hambre que siempre ganó su esposo como encargado de la limpieza en una transnacional de la localidad.

Pero esa quincena fue especial.

El anciano se sentía enfermo de la gripe y no creía reunir las fuerzas necesarias para ir a cobrar.

Por eso - y aún en cama - le había pedido a Helena que fuese donde su compadre Daniel - el cual vivía en Calidonia- a pedirle $20.00, los cuales le devolvería después cuando hubiese cobrado.

Con ese dinero podrían comprar lo necesario - casi siempre "necesario" significaba arroz, porotos y lo justo para sazonar la comida -para poder comer aunque fuese por unos días.

A Helena no le gustaba mucho la idea, ya que ella era mujer de casa y durante décadas había disfrutado de las dulces mieles -al menos para ella- del trabajo en casa.

Y ello, a pesar de que los dos hijos de ambos habían partido hacia el extranjero en busca de mejores días, por lo que el trabajo en casa ahora era mucho menor.

Incluso, algunas veces sentía que no vivían en un hogar, sino que habitaban una catedral inmensa, fría y solitaria, donde cada vez que se hablaba en voz alta -situación cada vez más rara, ya qué casi habían desarrollado la habilidad de hacerse entender sin pronunciar ningún sonido- las mismas retumbaban por todos lados durante más de 5 minutos.

Sin embargo, el "Deber obliga", se dijo a sí misma, así que a regañadientes se dirigió a su cuarto para asearse y vestirse para salir. Eran las 7 de la mañana.

Helena nunca llegó a su destino.

Cuando la anciana estaba llegando a El Dorado, el chofer del ‘diablo rojo’ había hecho lo de siempre, o sea, hacer parada en el carril que no le correspondía, con la incomodidad y el peligro para los pasajeros de que al descender del bus se encontrasen en medio del infernal tráfico de siempre.

Helena había terminado de bajar del vehículo cuando, por un extraño azar del destino, se descuidó y no vio el taxi que venía a toda velocidad.

El impacto fue bestial, pero lo triste es que, producto del mismo, el cuerpo de la anciana había saltado en el aire y había caído en el otro lado de la calle; justo cuando venía otro ‘diablo rojo’, pero en sentido contrario. El cuerpo cayó delante del bus, siendo aplastado y arrastrado por varios metros, antes de que el monstruo de hierro pudiese detenerse.

Para muchos de los que presenciaron el aciago suceso, la mancha de sangre y vísceras que dejó la anciana tras de sí, mientras era arrastrada por el bus, se volvería algo que nunca podrían olvidar y que les causaría más de una noche de insomnio.

Ese día, toda una vida de convivencia había llegado a su fin. El cuerpo frío y triturado -pero cubierto por una sábana hasta el cuello- era la prueba final de que ambos habían llegado al final del camino.

El anciano empezó a cavilar sobre qué haría con su vida ahora que su mujer había partido. Además, sus hijos habían cortado todo vínculo y comunicación con ellos hacía mucho tiempo; llevándoles a pensar que se avergonzaban de sus padres y que habían preferido hacerse la idea de que habían muerto.

Mientras salía del hospital, iba meditando en su futuro en un mundo frío donde él no era más que un anciano desechable e inútil que ya había dado todo lo que podía. Después de detenerse a respirar, continuó cavilando profundamente, mientras se dirigía rumbo a la vía principal.

Súbitamente, una sombra oscura surgió en la esquina, portando un arma.

- "¡Dame la cartera o te mato, viejo inútil!" - le espetó el ladrón.

Era casi un niño y el revólver temblaba producto del nerviosismo que tenía.

El anciano no podía saber que era su primer robo.

Lo que sí pudo detectar fue el nerviosismo del muchacho y el hecho cierto de que estaba a punto disparar de ante cualquier susto que recibiese.

Mucho después, en la estación de Policía donde se encontraba detenido por asesinato, el muchacho en su declaración dijo nunca entender por qué el viejo había enloquecido de repente y se había abalanzado sobre él, gritando a todo pulmón y agitando los brazos, obligándole a disparar del susto.

Y lo más extraño, agrego el ladrón y ahora asesino, era que mientras el anciano se abalanzaba sobre él, tenía una sonrisa de oreja a oreja.

Panamá América
Suplemento Día D
23 de enero de 2011

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