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El Relato



Alberto Cabredo E.
ABOGADO Y ESCRITOR

Inició el relato con el específico propósito de lograr un cuento breve. Había imaginado la trama desde el inicio hasta el final, incluyendo la estrategia para enfrentarla. No era muy adicto a escribir sus historias en la computadora, aún prefería un lápiz o una pluma para su desarrollo. Emprendió la tarea con buen paso. Las ideas fluían con naturalidad y las iba forjando sin ninguna prisa, pero surgió el tropiezo —si es que podemos llamarle a eso un tropiezo—, y es que cuando introdujo los primeros personajes del cuento, sin su anuencia, los mismos fueron adquiriendo una presencia dominante en la obra, tanta, que el tema se fue desdibujando, a pesar de sus esfuerzos y, de repente, fueron apareciéndoles hermanos, mujeres, hijos y problemas absolutamente imprevistos. A la narración empezaron a surgirle tantos ramales como le brotan burbujas a la orilla del mar.

Trataba con tenacidad de volver a la intención primera de evitar que aquellos personajes se sintieran a sus anchas e, incluso, se dieran el tupé de generar sucesos, diálogos y ambientes que en nada se relacionaban con la historia. Se estaban apropiando, palabra por palabra, letra por letra, de la narración entera y, así, seguían surgiendo en erupción irrefrenable retruécanos que desvirtuaban la idea original del escritor.

«He perdido el control de la narración, pareciese que un tercero es el que escribe, o que los personajes están en poder de mi faena. Pero, claro, eso no puede ser, debo estar alucinando. Mi lápiz escribe con una fluidez que le es del todo ajena y el grafito va dibujando pensamientos y opiniones que me son absolutamente extraños. El fenómeno me tiene entre atónito y asustado, pero no me atrevo a detenerme, intuyo que una fuerza invisible rige mi mano, haciéndome sentir marioneta guiada por otro escritor».

Mientras la narración fluía a raudales, él permanecía clavado a la silla. Varias veces trató de levantarse, pero le fue imposible, no podía alejarse del papel. Una compulsión feroz le llevaba a la creación, a una creación que pensaba no era suya, que le sobrepasaba. La cantidad de temas se igualaba a la cantidad incontable de cuestiones y hechos entrelazados sin caos, con inteligencia y buen oficio, hasta que en un instante impreciso se descubrió reflejado en uno de los personajes. Sí, era él, estaba en la historia y las situaciones vividas resultaban las mismas suyas. A ese sujeto también le era imposible detener el relato, que se escribía sin control ni mesura, y tampoco podía levantarse de la mesa, de la silla, ni desprenderse del lápiz.

El personaje, a imagen y semejanza del escritor, estaba desprovisto de voluntad propia a consecuencia de fuerzas que aún no lograba comprender. Aquel hombre era exactamente igual a él, se repetía en los mismos sucesos y acciones como en un espejo incrustado en el cuento. La curiosidad lo acuciaba, le urgía conocer su suerte, ya que estaba viviendo en carne propia su misma trama. El relato seguía creciendo desproporcionadamente, los pasillos infinitos que tomaba cada tema le obligaban a permanecer escribiendo, escribiendo, escribiendo e, incluso, a falta de papel, continuaba el relato sobre hojas de periódico, cartuchos, tarjetas postales y cuanto documento encontraba en el escritorio. En medio de aquel frenesí narrativo, el personaje, su personaje, él mismo, escucha que llaman a la puerta de la casa. Lee con asombro que el personaje se levanta del escritorio. Él, a su vez, trata de hacerlo y, ya en pie, resuelve alejarse del pupitre, del cuarto y de todo aquello. Sin embargo, el timbre de la entrada suena sin freno y él, pausadamente, se acerca sin remedio a la puerta.

La mano tiembla cuando gira la perilla y cuando toma el telegrama que le entrega el funcionario de correo. Aterrado, comprende que asiste a un evento extraordinario, es la primera vez que alguien recibe un cablegrama en que resulta al mismo tiempo remitente y receptor. Busca en su bolsillo unos lentes que se niegan a salir, claro, la mano temblorosa hace difícil la tarea. Respira hondo. Frente a él, entre sus dedos, el lacónico mensaje: «Vete de mi casa».

Panamá América
Suplemento Día D
El Cuento D
9 de octubre de 2011

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